Por Juan Antonio Fernández Arévalo.
El día 29 de septiembre de 1938, el primer ministro británico, A. Neville Chamberlain, su homólogo francés, Édouard Daladier, y los dictadores italiano y alemán, Benito Mussolini y Adolf Hitler, firmaron los acuerdos de Münich, por los cuales la región de los Sudetes, que pertenecía a Checoslovaquia, pasaría a manos de Alemania, alegándose que la mayoría de la población era de origen germano.
Estos acuerdos o pacto de Münich se pueden encuadrar en una política de “apaciguamiento” por parte de Gran Bretaña y Francia, con el objetivo de salvar la paz en Europa. Era una concesión más a la política desenfrenada de un psicópata que había alcanzado el poder en unas elecciones democráticas. La Alemania culta y desarrollada, impulsada quizás por la crisis económica y por el impacto del ignominioso tratado de Versalles, había depositado su confianza en un personaje peligrosísimo para la democracia y la paz mundial, como se demostraría tan solo un año después del pacto a que nos referimos.
Con circunstancias distintas, como casi siempre sucede en la historia, en estos momentos, otro psicópata, con muchas afinidades al Hitler de 1938, ocupa la presidencia de la primera potencia militar y económica del mundo, con el voto de una buena parte de estadounidenses.
Ya tuve ocasión de escribir, más o menos acertadamente, varios artículos con un título en el que me reafirmo: “La rebelión de los necios, ¿un nuevo fascismo?”. Hoy mantendría el título eliminando la interrogación.
Creo que son demasiado conocidas las medidas, declaraciones, amenazas y actitud de este personaje, por lo que les evito las repeticiones.
Mis reflexiones van en el camino de las razones dadas en el pacto de Münich por las principales naciones democráticas, que entonces eran Gran Bretaña y Francia. Creo ahora que, como en 1938, ni los políticos, ni los partidos democráticos, ni una buena parte de la población europea civilizada y desarrollada, están a la altura de las circunstancias.
El humillante desprecio hacia México y, en general, hacia todos los países hispanos; la revisión o anulación de pactos comerciales, militares o de cooperación entre naciones; las expresiones sobre la idoneidad de la tortura y la eliminación de derechos humanos, entre otras consideraciones, no han tenido la respuesta contundente que hubiera sido de desear por parte de los gobiernos de los principales países europeos e hispanoamericanos. A veces, pienso que algunos gobernantes pudieran estar de acuerdo, aunque también comprendo que la mayoría estén atenazados por el miedo a enfrentarse con el desafiante, chulesco y prepotente presidente de los Estados Unidos; sin embargo, no se les puede eximir de su responsabilidad. Como antaño, la dignidad de Europa se tambalea sin que sus líderes sean suficientemente conscientes del peligro que nos amenaza. Menos mal que los dirigentes de las principales ciudades norteamericanas (Nueva York, Los Ángeles, Chicago), unos cuantos periódicos, encabezados por el Washington Post y el New York Times, y algunos actores, con el valiente ejemplo de Meryl Streep, han alzado la voz contra este torbellino de maldad. Pero eso es poco, muy poco, para detener esta espiral fascista, que no se reduce a Estados Unidos, sino que se extiende hacia las democracias más consolidadas de Europa (Austria, Holanda, Francia, Gran Bretaña…).
Posiblemente, pueda pensarse que es exagerada la comparación de Trump con Hitler; pero yo no me fiaría demasiado, porque los hechos que pueden desencadenarse tras las medidas retadoras y violentas del incalificable magnate norteamericano son imprevisibles, como lo fueron las de entonces.
Una vez más, la ignorancia de la historia la pagaremos todos.