Por Mariano Valcárcel González.
Alguien tal vez se haya preguntado por qué solo alguna vez, o casi nunca, escribo sobre mi provincia, mi Jaén; sobre mi pueblo, mi Úbeda. Por qué mantengo un silencio casi continuo sobre estos temas tan próximos en el interés y físicamente; al fin y al cabo ‑y es verdad‑, soy nacido aquí; aquí desarrollé gran parte de mi trabajo; de acá es mi mujer y son mis hijas; vivo aquí y, si no hay remedio ‑que no lo hay‑, aquí moriré, pues. Cierto. Y debiera unirme al coro cantor de laudes y albricias que tanto abunda por estos pagos.
Tengo yo admitido ‑pues malnacido sería, si no‑ que es bueno que las gentes canten las alegrías que nos rodean y de las que se disfrutan; si no, todo sería de una negrura tal, que la tristeza y la desilusión nos acabarían devorando. Si ello fuese así, mal iríamos; he de admitirlo.
Hay que agradecer, pues, a quienes su optimismo les hace ver, oír y sentir lo bueno que les rodea y, en consonancia con ello, así lo expresan. Y aún agradecerles que lo hagan sin pedir contraprestaciones, porque sí, porque aman a su tierra y a sus gentes y porque su conciencia se lo dicta. Sí, hay que agradecérselo.
Lo que ya es muy dudoso es que también tengamos que tenerles agradecimiento a quienes aparentan estar en el grupo anterior; pero todo su afán es espúreo, mera propaganda para sí o para quienes les pagan, beneficio para algunos; mostrarse imprescindibles y gentes de bien con las que hay que contar y rendir tributo y pleitesía. Meros fantoches indecentes que llevan su indecencia hasta negar las evidencias más penosas; a no mojarse en temas difíciles, que no hacen nada por nadie, si no es al servicio de la adulación sistemática. Se cuidan muy bien las espaldas.
Me cuesta ser positivo, lo admito.
Desde aquél «Jaén me quita el sueño» ‑que nos contaron, siendo chiquillos, que la había dicho el Caudillo (¡oh, frase lapidaria en letras de bronce!) y que debía sernos inspiración para hacer una redacción áulica y de la que no podíamos obtener nada porque nada había‑, he ido constatando día a día, año a año, década a década que aquel Jaén sigue o debiera seguir produciendo no insomnio, sino verdaderas pesadillas a más de uno.
Hace semanas, leí un artículo en el Diario Jaén que contenía los mismos tópicos, las mismas quejas, las evidencias de siempre sobre esta provincia a trasmano. Todo se relataba como en inventario de decepciones, sin cuento, flores marchitas, libros viejos y descuadernados, restos de múltiples naufragios secos…
Entonces, ¿a qué seguir, a qué ahondar en la herida con ansias sádicas?; ¿a qué gritar, desgañitarse y quedarse afónico en el desierto en el que nos convirtieron…?
Los males de nuestra tierra vienen de viejo, son estructurales y recurrentes; lo que se ha hecho por remediarlos es bien poco y ‑creo yo‑ más por fuerza de las circunstancias que por convicción; más porque, en realidad, beneficiaban a otros. Así ha sido por desgracia.
Fíjense si estábamos acostumbrados (y lo estamos) a ser pedigüeños de lo que necesitamos y a agradecer esas limosnas que dejaré constancia de algo sucedido en Úbeda hace años: existía un cruce muy transitado y peligroso en una de sus salidas. Era fuente continua de accidentes y de atascos y así llevaba desde que se hiciese. Que hacía falta una regulación era cosa perentoria; mas, allá, no llegaban los municipales. Todo el mundo pedía un semáforo (no, todavía no estábamos en la era de las rotondas), pero nadie lo ponía. Con el tiempo, la petición se materializó y, ¡oh, gaudeamus!, a la municipalidad le faltó tiempo para hacerle homenaje y reconocimiento al preboste que lo había autorizado… ¡Como si ello no hubiese sido un acto de obligado cumplimiento y no producto de la gracia de aquel señor!
Ahora, lo que se hace desde las gobernaciones debe ser remunerado en votos, según a quienes les correspondan los hechos; pero es gracioso ver cómo se adjudican méritos quienes no los tienen o cómo ‑en caso de que puedan‑ entorpecen unos a otros el llegar a materializar los logros y los beneficios para la provincia. Esto último es lo más común; que, habiendo distintas administraciones en manos de distintas fuerzas políticas (léase gobierno central y gobierno autonómico), lo más significativo es dejar que las cosas se pudran para no darle al enemigo ni agua. Y nosotros, los ciudadanos, en medio de sus trifulcas partidistas, salimos perdiendo; ejemplos claros son los años que se tardó en terminar la llamada Autovía del Olivar, los que se tardarán en acabar (si se acaba) la A-32, el desinterés por activar el ferrocarril, etc.
Pero llegamos a FITUR como todos los años y largamos Renacimiento Andaluz, AOVE (o sea, la forma moderna de designar al aceite), carteles semanasanteros ‑unos clónicos de otros‑ y todos los representantes políticos a todos los niveles posando para las cámaras y tan satisfechos, oiga.
Esas cosas, verdaderamente, siguen pasando aunque de formas más discretas, porque sin influencias o relaciones entre gentes y estamentos no se consigue nada. Claro que así nos sigue yendo.