Por Jesús Ferrer Criado.
Se trata probablemente del programa más conocido y más visto de la televisión andaluza y propiamente se titula LA TARDE AQUÍ Y AHORA. Este programa funciona como una ONG destinada a conseguir pareja a personas normalmente mayores, normalmente de extracción rural, y de clase social media baja que se han quedado solas, divorciadas o viudas, y por sus circunstancias personales y medioambientales no consiguen encontrar pareja para aliviar su insoportable soledad. También aterriza de vez en cuando un solterón con sesenta y tantos que, muertos sus padres y más solo que la una, se acuerda ahora del amor. Este programa es visto cada tarde, de lunes a viernes y de cuatro a seis aproximadamente, por cientos de miles de andaluces y también tiene una audiencia importante en el resto de España y en el extranjero a través de internet.
Yo soy un intermitente telespectador de este programa que, las más de las veces, resulta aleccionador y muy interesante, dependiendo claro está de quienes sean los invitados del día.
Por el llamado PROGRAMA ‑que es la designación popularmente preferida‑ pasan personajes variadísimos. He visto jóvenes, ancianos, obesos, ciegos, parapléjicos, afectados mentales de diversos tipos, homosexuales, extranjeros, guapos, feos, ex drogadictos, ex monjas, etc., etc. Pero repito, lo más frecuente es una mujer o un hombre “normal” de más de sesenta años y de extracción humilde.
Creo que los historiadores y los sociólogos entenderán mi interés porque es la narración viva, en vivo y en directo, de lo que llaman la intrahistoria, la historia menuda, del día a día, de la gente corriente, de los don nadie, no sólo de los tiempos actuales o más recientes, sino ‑y esto me interesa muchísimo‑ de aquellos años casi perdidos en el desván de la memoria en que éramos un país en vías de desarrollo, o sea más pobres que las ratas. Todos los indignados de ahora deberían saber de dónde venimos, porque lo que resulta más indignante para mí es la actitud exigente de tantos que, sin haber dado golpe, lo quieren todo, ya y sin esfuerzo.
Llegan hombres de ochenta años medio llorando, porque acaban de perder a su pareja, a la única mujer que han conocido, casi desde la adolescencia, y con la que han pasado los últimos sesenta años. Y vienen implorando una compañera, “entre setenta y cinco y ochenta”, a la que decir buenos días, buenas noches, vamos a dar una vuelta que hace buena tarde, o qué cocido más rico te ha salido hoy.
Ellos querrían haberse ido antes que sus esposas porque, según dicen, “las mujeres solas se apañan mejor, pero en la casa de un viudo no entran ni las moscas”; pero no les salieron las cuentas y ella murió primero. Hablan bien de los hijos que, según dicen, los recibirían con gusto en su casa, pero ni quieren molestar ni saben vivir fuera de su vivienda de toda la vida.
Algunos provienen de cortijadas en medio de ninguna parte, lejos del pueblo, donde no tuvieron ocasión de alfabetizarse y tuvieron que esperar a la mili para aprender las cuatro reglas. La historia más repetida entre los más mayores es una niñez difícil, precaria, viviendo con lo mínimo, y a veces con menos, y trabajando desde niños guardando ganado hasta que en un baile cualquiera, la Patrona del pueblo o lo que sea, conocieron a la que iba a ser la mujer de su vida. Algunos se casaron por la Iglesia y otros se “llevaron” a la novia, alternativa reservada entonces a los pobres que no podían costearse un cura. Ya sabemos que, sorprendentemente, uno de los hitos de la modernidad es la generalización de esta antigua práctica, sean pobres o no.
Algunas veces la narración de la historia se ilustra con alguna foto, en blanco y negro, de la pareja con esa pinta inconfundible de tercer mundo, asustados por la cámara como si los fueran a fusilar.
Me enternecen esas imágenes y esos relatos de extrema pobreza no tan ajenos a mi memoria y a mi primer paisaje de infancia, aunque, me avergüenza decirlo, de niño jamás me preocupó ni le di mayor importancia. Fue mucho más tarde cuando tomé conciencia de la pobreza que había tan cerca de mí: niños descalzos, mendigos de puerta en puerta, enfermos sin medicina ni médico, gente viviendo en cuevas… Oírlos ahora sí me produce lástima, pero es una compasión demasiado tardía.
Cuentan esos hombres su historia con una franqueza sorprendente y entran en detalles íntimos: el noviazgo pelando la pava en la puerta, el primer beso, la austerísima boda cuando la hubo, la noche correspondiente tantas veces problemática, la miseria…