Por Juan Antonio Fernández Arévalo.
La social-democracia moderna no nació para hacer la revolución. Tras los enfrentamientos de la segunda mitad del siglo XIX y de las primeras décadas del XX entre las distintas tendencias del socialismo, los partidos socialistas de la Europa occidental se decantaron por un sesgo reformista radical, lejos de la sugestiva orientación revolucionaria de lucha de clases que había cuajado en Rusia a partir de la Revolución de 1917. Desde entonces, se agudizaron las diferencias entre los partidos socialistas (que se fueron haciendo poco a poco social-demócratas) y los comunistas, seguidores de Marx, Lenin, y luego Stalin. La conocida anécdota en que el ilustre socialista español Fernando de los Ríos le pregunta a Lenin: «¿Y la libertad, qué?»; y la respuesta de éste: «¿Libertad, para qué?», tiene la suficiente claridad para diferenciar socialismo democrático y comunismo.
Fue en el famoso Bad-Godesberg (1959) cuando el Partido Socialdemócrata alemán abandonó los principios marxistas, sin cuya decisión hubiera tenido muchas dificultades para desbancar del poder en Alemania occidental a la democracia cristiana de Adenauer. Willy Brandt y Helmut Schmidt fueron los líderes que llevaron a Alemania hacia las mayores cotas de bienestar social conocidas hasta entonces.
Toda Europa miraba y se miraba en la República Federal Alemana. Y los españoles deseosos de una democracia que acabase con la asfixiante dictadura franquista, con un ojo miraban a Francia, buque insignia de los valores más progresistas, y con el otro a Alemania, el país donde se gestionaba de verdad una auténtica transformación del liberalismo capitalista, abriéndose paso el papel del Estado como catalizador de las reformas atemperadoras del capitalismo. No es casualidad que distintas fuerzas democráticas españolas se reunieran en Münich (1962) para impulsar un movimiento integrador que trajera la democracia a nuestro país (fue el contubernio de Münich, así llamado por el franquismo). Allí estaba representada la socialdemocracia española (en el exilio, naturalmente), sin cuya presencia la posibilidad de instauración de la democracia en España era imposible.
Y toda esa fuerza innovadora y transformadora tuvo su plasmación en el germen y posterior evolución de la futura Unión Europea. El tratado de Roma (1957) fue el punto de partida de la extraordinaria aventura de la creación de una nueva Europa, cuyo fracaso, dicho sea de antemano, sería el fracaso y el debilitamiento de todos los países europeos. A partir de ese momento, la socialdemocracia se convirtió en el centro político de los principales países de Europa: Alemania, Francia, el Benelux, Reino Unido, Suecia…, abriéndose con fuerza una nueva era dirigida por partidos de ideología socialdemócrata, con la leal colaboración en algunos países (Alemania e Italia, sobre todo) de la democracia cristiana. Para situarnos mentalmente, en España imperaba a su antojo el nacional-catolicismo. Líderes importantes, con gran poder de atracción, ocuparon la escena política europea: Olof Palme, Willy Brandt y Helmut Schmidt, François Mitterrand y Jacques Delors, entre otros. Aún quedaría un tiempo para que Helmut Kohl y Felipe González se unieran al coro de grandes líderes europeos sin los cuales la Unión Europea no hubiera sido posible. Las vicisitudes por las que atraviesan las instituciones europeas, aparte de la potente crisis económica, se deben a la carencia de verdaderos líderes competentes, comprometidos y capaces de entregarse con todas sus fuerzas a la grandiosa obra de la unidad de Europa.