Por Salvador González González.
El debate sobre el cambio climático se ha impuesto, casi por obligación. Desde todos los frentes, hasta el Papa, han indicado que no es procedente el uso que estamos haciendo del planeta y las consecuencias que esto, si no se cambia de tendencia, puede tener para las generaciones venideras.
No voy a entrar, ni quiero, en ese debate, en el que los partidarios o detractores, cada uno busca razones en su favor, los unos en demostrar que ya es un hecho que este cambio climático se está produciendo, exponen como muestra el deshielo polar, las lluvias torrenciales y sequías, la extinción de algunas especies entre otros muchos. Los otros hablan de que son ciclos en la propia tierra, que van presentándose las más de las veces por causas sobrevenidas, unas de carácter exógenos y otras endógenos: la mayor o menor actividad solar o volcánica, el casi seguro impacto de un meteorito de grandes dimensiones con la tierra (de 10 a 11 km de diámetro, originando el Cráter de Chicxulub de unos 200 km de anchura, con una explosión, equivalente a 10 000 veces el arsenal atómico existente actualmente en la tierra, que acabó con el 75% de la vida existente, incluyendo a los dinosaurios), y que la incidencia humana, por ello, no es tan importante para ser la causa definitiva y final de estos ciclos; como ejemplo, citan los periodos de las glaciaciones con sus etapas interglaciares, entre otros argumentos.
Creo que, si se impone una cultura de racionalizar el uso de los bienes y recursos que la tierra nos proporciona, no puede admitirse que despilfarremos, hasta el extremo de estar agotando muchos de los recursos que esta nos proporciona, porque estos no son ilimitados y, además, porque es sumamente injusto que ‑en el primer mundo, o mundo que llamamos desarrollado‑, estemos prácticamente tirando alimentos y bienes de primera necesidad, mientras que, en el tercer mundo, carecen de los más elementales para su propia subsistencia. Es una clara contradicción que muchos de los ecologistas radicales, defensores ‑según ellos‑ a ultranza del medio ambiente, no se impongan una cultura coherente con esa posición de reutilizar los bienes, las veces que sean necesarias, para evitar, con ello, la producción de otros nuevos con el coste en gastos diversos de materias primas, energía, emisiones de CO2 y un largo etcétera.
Todo lo hecho por el hombre, llamada por algunos la Tecnosfera (casas, fábricas, carretas, coches, aeropuertos, móviles, ordenadores, vertederos, etc., etc.). Según datos recientes, estiman que todos los objetos que hay en el mundo pesan 30 billones de toneladas, 50 kg por metro cuadrado de la superficie de la tierra. De ahí que hay quien dice que vivimos en una nueva era: “El Antropoceno”, que es el impacto humano en nuestro hábitat. Mil millones de “cacharros” y sigue creciendo, es este otro argumento de “peso ‑nunca mejor dicho‑, de la necesidad de reciclar y reutilizar”.
China, que era y es políticamente comunista, ha entrado en el mundo capitalista consumista: consumir por consumir, comprar por comprar, tirar para reponer…, le está invadiendo, al parecer, a la Sociedad China. No quiero ni pensar, por ejemplo, algo que me contaron que es propio de su cultura: el uso del agua para limpiarse después de ir al baño; si se instaura la forma occidental del uso del papel higiénico, supondría, globalmente, la utilización de recursos arbóreos para su fabricación si, al que ya mundialmente se utiliza, le sumamos 1 400 000 000 de personas chinas que cambiaran de hábito en este menester. Es verdad que la higiene y salubridad deben imponerse para evitar enfermedades y epidemias no deseables; pero puede compatibilizarse con actuaciones razonables y proporcionales que no supongan el usar y tirar. ¿Cuántos medicamentos hay, en las casas, que no acaban por usarse y que luego se destinan a la basura, con el riesgo añadido de que acabe con las sustancias químicas que la componen vertidas sobre el medio, contaminando el mismo? ¿Es razonable que una persona se bañe tres o más veces al día, con el derroche que supone en agua, gel de baño, jabón o champú, mientras en amplias zonas del globo no disponen ni tan siquiera para beber y cocinar los alimentos?
No hace tanto tiempo, en España, en zonas rurales, por ejemplo, el propio medio facilitaba los medios para la elaboración de los enseres necesarios, de manera que los cestos, canastos, cántaros, vasijas diversas, hasta el colchón donde se dormía se rellenaba con hojas, crines, envolturas de maíz, de manera que se reutilizaba y se le buscaba aplicaciones a todo lo que la naturaleza suministraba. ¿Qué mejor reutilización, por ejemplo, de los restos de melones, patatas, sandías, tomates súper‑maduros y pasados en algún caso, que destinarlo a las gallinas, conejos o el cerdito del año? Hoy, ni en esas zonas rurales puede hacerse eso; se prohíbe, por disposiciones sanitarias ‑en algún caso, de Directivas Comunitarias‑, el poseer gallinas o cerdos para uso personal y familiar; y los que tienen o explotan ganadería, en muchos casos la alimentación tiene que ser a base de piensos, con un supuesto control; pero esos piensos elaborados nos trajeron las vacas locas, por incidir en las consecuencias de esta sociedad consumista y despilfarradora. ¿Se acuerdan del aceite de colza, que trajo la muerte y la enfermedad irreversible a muchas personas? El consumo privado de la molienda, propia de los agricultores con olivos y que llevan al molino de su localidad, creo que es la mayor garantía del aceite, el hecho de que su propio productor y cosechador obtiene; por tanto, el tapón irrellenable exigido en restaurantes y bares, en zonas de producción de aceites, entiendo que es una cortapisa para el pequeño productor, que normalmente lo es para el propio consumo de sus familiares y vecinos. ¿Qué mayor control que consumir algo que has producido y conoces? Además, ¿qué garantía hay si algún fraudulento productor envasa aceite adulterado y luego le pone tapón irrellenable? Son ejemplos puestos de la estulticia que embarga, en muchos aspectos, a esta sociedad de usar y tirar. Este mismo aceite, no hace tanto tiempo, se trasladaba en pellejos, que servían una y otra vez para ese transporte y luego se comercializaba, extrayéndolo con un embolo de la vasija o bidón donde se almacenaba y se vertía en la aceitera de hojalata que el comprador portaba. ¿Qué cantidad de plástico hoy gastamos en todo el ciclo desde la producción al consumo? Y voy a poner algunos ejemplos en las generaciones anteriores, entre las que ya ‑por edad‑ me encuentro y que a veces, sin razón, se nos “echa en cara” que no teníamos una cultura defensora del medio ambiente. Con ello quiero recalcar el error de esa apreciación, por parte de quien lo dice. Entonces, como en el caso del aceite, las botellas de leche, de gaseosas y de cervezas se devolvían a las tiendas y éstas las remitían a las fábricas para ser lavadas y esterilizadas, antes de llenarlas de nuevo, de manera que se podían usar las mismas botellas una y otra vez. Así, realmente, las reciclaban. Entonces, se lavaban los pañales de los bebés, porque no los había desechables; secábamos la ropa en tendederos, no en secadoras que funcionan con 220 voltios y, por ello, gastan energía eléctrica. La energía solar y eólica, verdaderamente, secaban nuestra ropa. Recargábamos las estilográficas con tinta una y otra vez, en lugar de comprar una nueva, y cambiábamos las cuchillas de afeitar en vez de tirar a la basura toda la máquina afeitadora, sólo porque la hoja perdió su filo. Y podría seguir poniendo ejemplos; así que no parece lógico que las nuevas generaciones digan que no teníamos cultura defensora del medio ambiente; es que la practicábamos por necesidad, en muchos casos; pero es la verdad.
Ya que no podemos volver a ese pasado, al menos reutilicemos las costumbres ‑aunque sea potencialmente‑; depositemos en las vasijas, destinadas a ello, las botellas y objetos de plástico una vez usados para su reutilización y mentalicémosnos, en todo lo que podamos y esté en nuestras manos. Haremos seguro un mundo mejor y más justo, por añadidura.