Por Juan Antonio Fernández Arévalo.
Constatamos, pues, que prácticamente en todos los países de Europa ‑la democrática Europa‑ hay partidos o grupos que podrían asimilarse al fascismo más o menos tradicional. De norte a sur (Suecia, Finlandia, Italia, Grecia) pasando por el centro (Austria, Alemania ‑también Alemania‑) y de oeste a este (Inglaterra, Holanda, Francia, Hungría, Polonia), la extrema derecha ejerce una notable influencia en el desarrollo político de la vieja Europa. Y eso que creíamos que, tras la derrota del fascismo y del nazismo, estaríamos vacunados contra estas ideologías tan lesivas para la convivencia democrática.
Nos preguntamos, a continuación, cuál es la situación de España ante esta avalancha antidemocrática, sobre todo si recordamos que nuestro país ha estado dominado por un régimen de compleja y variada definición durante cuarenta años: fascista, caudillista, populista, clerical, autoritario, militar…; todas esas acepciones, juntas o separadas, se han ido sucediendo en España durante la larga dictadura franquista. Y, sin embargo, no podemos decir, en propiedad, que la derecha española, a pesar de su extrema posición en la escala ideológica (8 de un máximo de 10), pueda incluirse dentro de los movimientos fascistas.
Con motivo de la elección de Trump como presidente de los EE. UU., ha habido voces que han querido identificar esta elección con el perfil político del gobierno español y el partido que lo sustenta. Pues bien, a pesar de que el Partido Popular (antes Alianza Popular) lo fundase un ministro de Franco (Fraga Iribarne) y, por tanto, sus orígenes fuesen dudosamente democráticos, la verdad es que los grupúsculos fascistas o cuasi‑fascistas (falangistas, carlistas, etc.) han sido engullidos por un partido que ha ocupado un espacio político demasiado amplio. Esta posición política de amplio espectro le ha permitido gobernar; es cierto. Sin embargo, jamás se ha podido despojar de una importante e influyente facción claramente franquista o neo‑franquista ‑para mayor precisión‑, y de un influjo excesivo del clero más rancio, a veces claramente racista, homófobo, insolidario, tridentino (Rouco, Cañizares, Reig…, la lista es casi interminable).
La vinculación, pues, del Partido Popular con el franquismo, al menos sociológico, y con el clero más retrógrado, le ha restado credibilidad democrática; y si a eso le sumamos la corrupción, que ha calado hasta los huesos de su formación política, su insensibilidad social hacia los más débiles (desigualdad, serios recortes en dependencia, sanidad, cultura, educación), sus tics autoritarios y clasistas (ley mordaza, control de la justicia y de los medios públicos de comunicación, relaciones laborales desequilibradas…), habremos completado un cuadro que, desde luego, lo identifica con el conservadurismo más inmovilista y reaccionario. Y no es que no existan miembros destacados del partido con un currículum democrático homologable, en cualquier país, con una democracia consolidada; pero su influencia en los órganos del partido y del gobierno me parece aún minoritaria. No es lógico que en la vecina Francia, la extrema derecha (Frente Nacional) obtenga, al menos, un 20% del electorado, mientras que en España, con el terreno abonado por el franquismo, sea inexistente la extrema derecha. ¿Se han hecho todos demócratas, de repente? ¿No será, más bien, que la extrema derecha, en mayor o menor medida, forma parte del Partido Popular?
En el otro extremo de la escala, aparece un movimiento ‑Podemos‑, del que ignoramos si quiere o no convertirse en partido político, cuya ubicación en el 2‑3 de la escala de 10 le hace aparecer como una formación radicalizada, de ninguna forma transversal, que se autodefine (el propio Pablo Manuel Iglesias lo hace) como un populismo, un tanto caudillista (digo yo), con Iglesias como Hugo Chávez y Monedero como Vladimiro Lenin Montesinos, que intenta defender a la gente frente a la casta; los de abajo contra los de arriba. Naturalmente, sus componentes son la gente y todos los demás son la casta. Si bien su discurso se pudiera confundir con el de Trump, sus objetivos son bien distintos, más sociales y comprometidos con la población más débil económicamente. Sus denuncias podrían ser asumidas por una gran parte de la población, pero sus soluciones simplistas y, aún más, sus gestos, su discurso agresivo, su rencor, su odio apenas reprimido, su soberbia intelectual y moral, le inhabilitan para convertirse en una alternativa de gobierno algún día. Y, finalmente, sus ideas sobre la voladura del Estado, tal como lo conocemos, constituyen un riesgo que la mayoría de los ciudadanos españoles no quieren afrontar. El principio de autodeterminación no tiene encaje en España, por razones que sería muy prolijo comentar.
Mención aparte merecen los nacionalismos identitarios. Surgieron durante el siglo XIX, especialmente en Cataluña y el País Vasco, y han tenido momentos más tibios y otros más rabiosamente independentistas, como sucede en este momento con Cataluña. A menudo, estos movimientos tienen un carácter excluyente y, por lo tanto, tienen el peligro de convertirse en totalitarios. Cuando un partido político niega la posibilidad de que el adversario tenga parte de razón, se está abriendo la puerta al fascismo. Esto es lo que sucedió durante decenas de años con ETA y, de alguna manera, su legado ha sido recogido por Bildu (recomiendo la magnífica novela de Fernando Aramburu: “Patria”). El PNV, por su parte, adopta una postura posibilista de reivindicación de un mayor autogobierno. Personalmente, diré que no me asusta el empleo del término nación; de alguna forma fue reconocido en la Constitución de 1978 al hablar de nacionalidades y regiones (art. 2), aunque estoy en desacuerdo con el principio de autodeterminación, que es lo que se pretende con el llamado “derecho a decidir”. Por lo que se refiere a Cataluña, ya Ortega hablaba de la “conllevanza”. En la actualidad, las fuerzas independentistas están ganando la batalla política y perdiendo la jurídica. Es preciso, pues, que se vaya abriendo camino un discurso potente que se oponga al victimismo independentista. La CUP, con el seguimiento de Ezquerra Republicana, está en una posición de radicalización identitaria muy fuerte. Sería muy conveniente desgajar de ese tronco independentista a la antigua Convergencia; pero eso sería hacer política y no veo ningún movimiento en ese sentido.