Por Mariano Valcárcel González.
Se ha desatado en España, tan dados que somos a la exageración y la alharaca, un desmesurado amor por los animales, desmesura encarnada en cierto partido con aficiones de actuar en política en el nombre de los animales. Me temo que algunos de los integrantes de este partido han encontrado así la forma de dirigir a quienes no se pueden defender, que ‑por otro lado‑ verdad es que muchas veces lo necesitan. Pero han hecho un batiburrillo tal de conceptos y consignas que todo vale en nombre de los animales, sean quienes sean y de la especie que sean.
Y parece ser muchas veces que ya alzan en pedestal los derechos supuestos de estas criaturas sobre y por encima de los que tuviesen los humanos, por más inhumanos que puedan llegar a demostrar. Sí, en nuestra patria se han venido haciendo barbaridades con los animales y especialmente, ¡qué paradoja!, con los de ámbito doméstico, con los que, pobrecillos ellos, se atrevieron a acercarse al humano en la consideración de que se beneficiaban del mismo y el mismo de ellos. Pues no es sin más la relación establecida entre la humanidad y las bestias.
Por acá (y en otros lugares tal vez con menos fama) se llevó mucho el hacer con los bichos lo que se nos viniese en gana, que nadie, en general, nos reconvenía si lanzábamos piedras contra un perro o ahorcábamos a un gato. Así fue, pues nuestra incultura nos lo favorecía. Mas no es más culto quien desde ahora al lado defensivo a ultranza de los animales clama por la venganza sobre el humano carnicero o depredador, pidiendo que se haga con él lo mismo.
Veo por mi tierra muchas personas que pasean sus chuchos (más que en Inglaterra, me atrevería a decir), pero que luego no le tienen ningún respeto ni a sus chuchos ni al humano; dejar por calzadas y acerados las mierdas que los pobres animales sueltan no es precisamente tener mucho amor al prójimo. Y tenerlos desatendidos, mal educados, casi, si no, abandonados luego de haberlos juntado para sí en su piso (¡qué barbaridad un enorme perro dentro de cuatro paredes!) o en su finca, por tenerlos en aparente amor y compañía me parece lo más mezquino.
En mi vida nos pusieron (digo nos porque fue a toda mi familia) al alcance un gatito. Nunca habíamos tenido animal doméstico alguno. Una vez aceptado, el compromiso nuestro fue total con el felino y él nos respondió adecuadamente. A mi, nuestro, Quillo (nombre que le puso mi hija mayor, no en vano provenía de la zona gaditana), el calor de nuestro hogar lo absorbió de tal modo que este fue su universo absoluto. Tal se tenía y entendía de la casa que ni salir afuera quería, teniendo que habilitar la forma más adecuada de administrarle sus pastillas antiparásitos o sus vacunas (que nunca le faltaron) por nuestros métodos y habilidades.
Quillo era asiduo en nuestras cenas y comidas de Navidad y Año Nuevo, pues sabía que los langostinos no podían faltarle; allí se andaba toda la jornada dando vueltas de uno a otro, alzándose para que le diésemos su trozo, que engullía y tragaba con gula y desespero. A una almeja tampoco le hacía ascos o al mejillón; y luego se fue aficionando a los boquerones, a la merluza y a todo el pescado que llevase mi mujer a la cocina. Que provenía de zona marinera no me cupo duda y eso que nos lo habíamos traído a Úbeda chiquitín. Pero la querencia y el instinto no fallan.
Su pienso era rutinario, como rutinario su ir al cajón de arena y hacer lo suyo, desde el borde, que él era muy delicado y no se metía así como así en el mismo. Limpio y delicado. Su pasión masculina le fue cercenada, pero hacía a veces los movimientos instintivos del acto sexual con alguna manta, lo que indicaba que era fiel a sus principios.
Tímido, como los de su especie, se ocultaba de visitas, aunque, si ya eran frecuentes, las reconocía y hasta se dejaba acariciar. Prudente. Por las noches, devenía en acompañarnos en nuestra cama de matrimonio, unas veces se venía a ella cuando yo me ponía a leer (es mi costumbre) o esperaba que mi mujer decidiera dejar de ver la televisión. Pero se colocaba entra las piernas de los dos, sin molestarnos (ni nosotros a él). Y, por las mañanas, a la hora exacta despertaba y me despertaba solo con su movimiento; pero sabía, ¿cómo?, que los fines de semana tenían otro horario más tardío.
¿Y cómo sabía el ladino cuando le preparaba la jeringa para inyectarle la vacuna, a pesar que lo hacía todo oculto a su vista? ¡Pues lo sabía!, y había que ir amarrándolo para que no huyese; a nadie le gusta que lo pinchen, claro. Como lo de la pastilla, igual. Nada vernos mover (digo yo que captaría la forma de hacerlo y el secretismo), se preparaba para la huída.
No nos rompió nunca nada, ni arañó un sofá ni una cortina y no hubimos de cercenarle las uñas como hacen algunos con los suyos. El veterinario apenas lo trató un par de veces. Sano.
Pero la edad no perdona y ya tenía dieciséis años, que creo es unos noventa para los humanos. El riñón se le deterioró y le atacó fuerte; lo pretendimos parar con medicinas y comida adecuada, pero el mal lo fue minando rápidamente. Sus últimos meses lo dejaron en mera piel y huesos. Y ya se empezó hasta a confundir en sus funciones básicas, con lo limpio y cuidadoso que fue siempre. La vida le pidió su peaje y al final lo hubo de pagar, pero se fue tranquilo. Se fue ante las lágrimas de mi mujer y de mi segunda hija (y las de la primera, que lo bautizó, en la lejanía).
Cuando un animal es algo más que un animal es cuando empezamos de veras a humanizarnos, pues mientras, solo somos animales más avanzados; que podemos comportarnos como depredadores o intentar domesticarnos. Y en ello debemos estar, no en deseos de juguetes sin pilas, de distracciones pasajeras o servicios muy concretos o, absurdo, porque mola más decir que queremos a los animales que a las personas.