Por Mariano Valcárcel González.
No vamos por buen camino o nos quieren llevar por el malo, que a la postre es lo mismo.
Sabemos por experiencias históricas, por experiencias ajenas y por experiencia propia que nos llevan por mal camino o, insisto, eso tratan. Los de la derecha recalcitrante y nacional católica, restante de lo que fue una dictadura de un personajillo al que todavía se adora (y santo, precisamente santo, no fue, aunque se lo creyese y así se lo mostrasen cuando lo llevaban bajo sagrado palio), que creen que nunca se acabó; los neoliberales y capitalistas netos, adeptos al más ramplón de los principios, que es el del mayor beneficio propio, aun a costa de la ruina de los demás, llámense país, clases medias, trabajadores y todo lo que exista (no siendo cosa que les de dinero y beneficios, claro); los nacionalistas periféricos (¡oh, qué eufemismo, me refiero a los catalanes principalmente!) que sueñan que soñaron, como el del drama calderoniano; y que no los sueños son, sino que realidades serán, trasmutando así el agua identitaria en vino generoso que se debe administrar, cual acto sacramental misterioso y sujeto a estricta fe (pues ya se sabe, la fe mueve montañas, o eso dicen).
De los socialdemócratas, decir al menos que deben reaccionar, que deben hacerse valer y, para ello, deben renovar estructuras, personas y discursos. Pues, con sus defectos a cuestas, es indudable que la socialdemocracia llevó a zonas de Europa a cotas de bienestar no alcanzadas anteriormente (bienestar económico y social, no se olvide). En España, intentos hubo ‑es indudable‑, y algunas metas se alcanzaron (que, aunque Guerra lo negase, todavía se nos puede reconocer lo que fuimos, porque resistencias, errores de bulto y conformismo o acomodación con lo anterior, también existió en el socialismo español). Abandonar este camino es lo peor que nos puede suceder a los españoles. Y olvidarlo.
Y se entra en el camino del olvido, tan nefasto; pues, si por algo existimos y sobrevivimos como especie y como sociedades y culturas de la misma, es por la memoria, enemiga total del olvido. Si dejamos la memoria de lado, la desechamos como rémora y traba, como inservible, estamos tirando por la borda nuestra supervivencia; nos estamos destruyendo. Sin embargo, existe un movimiento potente que, conscientemente, está tratando, y con cierto éxito, que quedemos amnésicos. Pues de ese erial de datos, ya no presentes ni contrastables, pretende crear un mundo nuevo, elevado sobre las ruinas del anterior. Esta labor tiene fecunda siembra entre las generaciones jóvenes (o no tan jóvenes), carentes de enseñanza y de perspectiva histórica y, por lo tanto, de prejuicios fundados.
El peligro que nos acecha es tremendo y creo que todavía no está evaluado correctamente por la sociedad. Se está dejando que crezca y que actúe un sector de izquierda revolucionaria, ácrata o anarquista, neocomunista disfrazada de libertaria, que maneja unas premisas e ideas básicamente destructoras de todo lo que difiera de su proyecto. Básicamente creen y predican la revolución.
Desde la llamada CUP catalana a otros grupos asamblearios con identidades varias, pasando por Podemos, todos ellos parten de una semilla renovadora de la política seguida hasta ahora (que tiene en sí un justificante muy válido en lo que representa de remoción de estructuras ya carcomidas por la corrupción, el clientelismo y la práctica abusiva y privilegiada), que también remueve y elimina, o eso trata, cualquier dato histórico que no coincida con sus principios ideológicos y programáticos. Con ellos, se logra que lo que en realidad fue malo, terrible a veces, enormemente perjudicial para los pueblos y para sus ciudadanos, lo que fueron aberraciones y demencias hasta personales soportadas e impuestas a los demás, en aras de utópicas revoluciones nunca culminadas, en beneficio de unos sectores y personas adheridos al poder, lo que fueron penosidades sin límite, administradas bajo el concepto de la socialización unificadora (acabada la clase media sobre todo), todo esto y otros muchos hechos reales sean o no conocidos u olvidados (¡e incluso perdonados!), aunque se mantengan bien frescos y vívidos los que “los otros” (el enemigo por antonomasia es siempre “el otro”) cometieron o digan que lo cometieron tergiversando hasta la Historia, nunca perdonables.
No podemos ni debemos consentir que esto ocurra, o siga ocurriendo ya, pues significa una verdadera “caída del imperio romano”; y ya se puede colegir qué se derivaría de tal suceso.
Volver a escuchar barbaridades por parte de la CUP, siguiendo dócilmente la doctrina iberoamericana de los regímenes de su izquierda (que cualquiera puede entender que se sientan, como pueblo, ofendidos históricamente), que los españoles (ciertos españoles, claro, que supuestamente los catalanes no lo fueron) somos unos genocidas, ¡somos, ni siquiera fuimos!, y debemos flagelarnos indefinidamente por ese pecado (que pagará la estatua barcelonesa de Colón, el primero) es manifiestamente anacrónico; pero, ¡qué más da!, se predica y hace efecto. Pensar que las estructuras democráticas y de derecho no están para respetarlas o para reformarlas, si se atiende al bien común, sino para ¡asaltarlas! ‑como dice el máximo dirigente de Podemos (o sea, propugnar una ruptura total y amnésica)‑, no tiene otra finalidad que levantar otras ad hoc, que sirvan solo y exclusivamente a la implantación y permanencia de un estado totalitario al viejo estilo (que se ha tratado de hacer olvidar o ni se conoce ya).
Cosas así están pasando ya y se están dejando cundir; que se expandan y se entiendan como normales, deseables o imprescindibles. Que se experimenten, por ejemplo, defendiendo tesis de viejas colonizaciones de “pueblos oprimidos” no existentes (y su derecho a decidir) o de desobediencias a normas y órdenes que no nos gusten o interesen, destruyendo así no solo el estado de derecho imprescindible para funcionar, sino la misma democracia representativa existente. Y, en esto, tiene mucha culpa una socialdemocracia muda, carente de fuerza y de recursos dialécticos y políticos –éticos, también‑, que habilite y difunda el discurso didáctico y operativo necesario ya.
Me remito, pues, al párrafo del encabezamiento. Lo ratifico.