Por Fernando Sánchez Resa.
El miércoles, 18 de marzo de 2015, nos presentamos escasos cinéfilos en la Sala de lectura del Hospital de Santiago, con la idea de visionar La colmena (1982), de Mario Camus; quizás, porque no era jueves, nuestro día habitual de proyección, y/o porque el día siguiente era el Día del Padre y había muchas actividades programadas en ese grandioso edificio, también conocido como “El Escorial de Andalucía”.
Este filme obtuvo el Oso de Oro en Berlín (1983), gracias a que la obra fue llevada al cine, en 1982, por iniciativa del productor José Luis Dibildos, autor también del excelente guión y que fue ayudado por Cela, quien precisamente hace un cameo protagonizando al señor Matías Martí (un inventor de palabras).
Juan nos explicó que es una película homónima a la novela escrita por el Nobel Camilo José Cela y que estuvo primeramente censurada y prohibida en España, por lo que fue publicada en 1951 en Buenos Aires, hasta que la admitieron. Cuenta y retrata, con flashes muy certeros, cómo era la vida de la posguerra española, con todo lujo de detalles, detallando lo bueno y malo de aquella época, que algunos hemos conocido después por libros o películas e incluso hemos palpado en nuestra infancia y adolescencia, como fiel exponente de la dificultad que pasaron nuestros familiares con las restricciones, cartillas de racionamiento, etc.
Es una peli muy entretenida, en la que intervienen veinte personajes relevantes, que Mario Camus comprimió y seleccionó (de los más de doscientos que contiene la novela), y que son llevados a la pantalla con un muestrario de intérpretes extraordinarios de aquella época y que la mayoría de ellos son (o han sido) grandes actores: Rubio Antofagasta (Mario Pardo), Ricardo Sorbeda (Paco Rabal), Martín Marco (José Sacristán), Mario de la Vega (Agustín González), Tesifonte Ovejero (José Sazatornil), Leonardo Meléndez (José Luis López Vázquez); y mujeres como Victorita (Ana Belén) o Julita (Victoria Abril). También intervienen Julián Suárez (Rafael Alonso) y su amante Pepe, “El Astilla” (Antonio Resines). Pero la maestra de ceremonias de este zoo humano es doña Rosa (María Luisa Ponte), la propietaria del café, que es la que decide quién se queda o se va. Este local es el eje central de la trama, donde se da cita una variopinta fauna de personajes que tienen un denominador común: el hambre; y que utilizan el timo, la apariencia, el embuste…, para sobrevivir.
Destaca la brillante ambientación de pobreza, sobriedad, tristeza y resignación en la que se vivía, por lo que constituye una de las mejores sociologías gráficas de un pasado, del que nosotros somos los herederos. La fotografía es lúgubre y clásica, poniendo agrio color a una época llena de represión, pobreza y miedo. Sinceramente, podemos considerar que estamos ante una de esas piezas mayúsculas del cine español, a la altura de lo mejor de Azcona, Berlanga, Buñuel…
Ambas creaciones artísticas (película y novela) vienen a hacer una fiel radiografía de la pobre y mísera vida de la posguerra española, mostrando un sombrío mosaico en el que se reflejan las diferentes vidas de variados personajes, tanto en el centro neurálgico del café de doña Rosa, que es el lugar donde realmente más se aprecia la colmena humana, como en la casa de citas, con su crudeza y cotidianidad de entonces, así como el expurgue de las lentejas; o con sus destapes de la época democrática en la que Ana Belén enseña sus pechos a un viejo verde que le paga, pues quiere sacar dinero para curar a su novio tísico; o de Victoria Abril, que también hace su destape particular y encarna a una muchacha enamorada de un tarambana estudiante, farsante de oposiciones a notarías, etc. Todos los personajes están bien hilados, dibujados mediante ciertos brochazos descriptivos que los hacen más sugerentes aún. El personaje que representa al ama del café está muy bien realizado. La escena en la que Paco Rabal descubre que las mesas del café, donde les sirven los cafés, son lápidas, es un gag muy definitorio del propio autor de la novela, esperpéntico, pero a la vez real, así como la suma de conversaciones entre los personajes, muchos de ellos como José Luis López Vázquez, aparentando ser pudientes, pero siendo en realidad más pobres y lampantes que una rata…
En fin, es una película que en algunos momentos nos hizo reír, pero que en otros sirvió de lanzadera para traer a nuestro mundo de hoy aquellos difíciles tiempos de nuestros padres y abuelos e incluso de algunos de nosotros, los más mayores, mostrándonos un fresco de la época, cual tándem casi perfecto, protagonizado por la novela y la película vista aquella noche, con una música acorde con la tragicomedia o drama de la vida española de mitad del siglo pasado. También incluye a una pareja de homosexuales, a los que llama mariquitas o bujarrones el propio comisario de policía. Su final, describiendo lo que es una colmena, dejó un sugerente pensamiento para que meditásemos todos: no debemos olvidar nuestro pasado, pues es el que ha configurado nuestro presente más actual.
Finalmente, se produjo la cerrada ovación; e incluso, uno del público abogó porque nos quedásemos a hacer el cinefórum que tanto nos enriquecería; pero como galopamos por estos agitados tiempos del siglo XXI, en donde las prisas y el estrés son moneda de curso legal, no se pudo realizar. Todos teníamos que estar en nuestras casas o asuntos a temprana hora; y más, siendo mitad de semana. Menos mal que cada vez hay más gente y movimientos sociales que reclaman parar el ritmo frenético de vida que llevamos (slow life lo llaman en el mundo anglosajón) y que podamos elegir un modo más lento y tranquilo para disfrutar de esos pequeños momentos, que en realidad son grandes y estelares, en el que cada cual pueda verse a sí mismo, paladeando diariamente lo que realiza y sintiendo la agradable presencia del compañero, vecino o amigo que está ahí para charlar amigablemente, como se hacía antaño, cuando no había tanto medio de comunicación, ni tanto estrés pululando y saturando nuestras apresuradas vidas…
Úbeda, 10 de septiembre de 2016.