6 de abril, san Samuel, profeta

Copiado por José María Berzosa Sánchez.

(Año 1100 a. C.)

En la Sagrada Biblia, la historia de Samuel es una de las más interesantes y hermosas. Está narrada en los libros que se titulan 1.º y 2.º de Samuel, en el Antiguo Testamento.

Era hijo de Elcana y Ana, dos israelitas muy creyentes. Ana tenía la enfermedad de la esterilidad que le impedía tener hijos y por eso la otra esposa de su marido la humillaba continuamente. Ana lloraba de continuo y ya no quería ni comer.

Y sucedió que un año, cuando subieron a rezar a la Casa de Oración de Israel en Silo, Ana se quedó mucho tiempo junto al altar, rezando con mucha fe y gran fervor. Y el sacerdote Helí, al verla mover tanto los labios, le dijo:

—Usted debe estar borracha, y así no debería venir acá.

Ella le respondió:

—No estoy borracha; lo que estoy es muy angustiada y he venido a implorar el favor de mi Dios.

El sacerdote le dijo:

—Vete en paz, que el Señor ha escuchado tu oración.

Entonces, Ana le hizo a Dios este voto o promesa:

—Si me concedes un hijo varón, te lo ofreceré para que se dedique a servirte a Ti en la Casa de Oración —y se volvió contenta a su casa lejana—.

Al año, le dio Dios a Ana su primer hijo, al cual le puso por nombre Samuel, que significa ‘Dios me ha escuchado’ (Samu, ‘me ha escuchado’; El, ‘Dios’); porque ella decía:

—Dios ha escuchado la oración que yo le hice, pidiéndole un hijo.

Cuando el niño ya fue grandecito, la mamá lo llevó a la Casa de Oración en Silo y se lo ofreció a Dios para que se dedicara para siempre a servir junto al altar. Y llevó de regalo al templo un novillo de tres años, un bulto de harina y una vasija de vino. Y entonó un hermoso himno que decía:

Mi corazón se regocija en el Señor,
porque no hay santo como nuestro Dios;
pues Él, a la mujer estéril, le permite tener hijos.

El Señor hunde en el abismo y levanta;
da la pobreza y la riqueza;
humilla y enaltece.

Él levanta del polvo al desvalido;
alza de la basura al pobre.

Él guarda los pasos de sus amigos.
Él es un Dios que sabe.
Él es quien pesa todas las acciones.

El sacerdote del templo se llamaba Helí y tenía dos hijos muy atrevidos que cometían muchas fechorías y maldades; y el papá no se atrevía a corregirlos. Los pecados de esos jóvenes disgustaban mucho a Dios y Él se propuso enviarles un castigo.

El niño Samuel se quedaba cada noche a dormir en la Casa de Oración para cuidarla. Y una noche oyó que lo llamaban:

—¡Samuel! ¡Samuel!

El jovencito creyó que era Helí quien lo llamaba y corrió adonde el sacerdote y le dijo:

—Aquí estoy señor. ¿Me ha llamado?

Helí le dijo:

—No te he llamado. Vete a dormir en paz.

Pero la voz de Dios volvió a llamar:

—¡Samuel! ¡Samuel!

El jovencito corrió otra vez adonde Helí, para saber por qué lo necesitaba. Y así sucedió por tres veces. Entonces Helí se dio cuenta de que era Dios el que lo llamaba y le dijo:

—Si te vuelve a llamar, le dirás: «Habla, Señor, que tu siervo escucha».

Y así lo hizo Samuel cuando Dios lo volvió a llamar; y entonces oyó que Dios decía:

—Voy a castigar a Helí y a sus hijos con terrible mal, porque los hijos hicieron grandes males y el padre no los ha corregido.

Y sucedió entonces que los filisteos atacaron al pueblo de Israel. Los hijos de Helí se fueron con el ejército a defender la patria. Y se llevaron el Arca de la Alianza (donde estaba el Maná y las Tablas de la Ley con los Diez Mandamientos). Ocurrió una dura batalla: los filisteos derrotaron a los israelitas, hicieron una gran carnicería, asesinaron a los dos hijos de Helí y robaron el Arca de la Alianza. Cuando un mensajero llegó a contar a Helí que habían robado el Arca y habían matado a sus dos hijos, el pobre anciano, que estaba sentado en una silla, se fue para atrás del susto y se desnucó.

El pueblo eligió entonces como sacerdote al joven Samuel y Dios empezó a traerle sus mensajes y a guiarlo en todo; porque Samuel era un santo.

Los filisteos devolvieron el Arca y hubo paz.

El pueblo pidió que se le diera un rey. Samuel consultó a Dios y el Señor le dijo que el rey sería Saúl, el cual era el menor de la última familia, de la más pequeña tribu de Israel. Samuel lo llamó, le echó aceite sagrado sobre su cabeza y lo proclamó rey ante todo el pueblo.

Y sucedió que Saúl empezó a desobedecer las órdenes de Dios y, entonces, el Señor le dijo a Samuel:

—He retirado mi espíritu de Saúl y lo he pasado a David. Irás a Belén y ungirás a ese joven como rey.

Samuel se fue a Belén a buscar a David. Era un pastor de ovejas y estaba en el campo, cuidando de los animales. Samuel le hizo venir y, echando aceite sagrado sobre su cabeza, lo ungió. Desde entonces, el espíritu de Dios vino a David y lo fue guiando en todas sus acciones.

Ya anciano, Samuel reunió a todo el pueblo y le dijo:

—Durante cuarenta años os he guiado espiritualmente. Ahora os pido que si alguno tiene alguna queja contra mí, la diga claramente. Y si a alguno le he quitado algo o le he hecho algún mal, que lo diga sin más.

Y el pueblo entero le respondió:

—Ningún mal nos has hecho; a nadie le has quitado nada; y nadie tiene la menor queja contra ti.

Así terminó santamente su larga vida este hombre que, cada día y cada hora, tuvo por único fin de su existencia agradar a Nuestro Señor.

berzosa43@gmail.com

Deja una respuesta