Por Mariano Valcárcel González.
El teléfono móvil al lado, siempre al lado. Encima de la mesa, en el lavabo, junto al ordenador, en el bolsillo del pantalón, de la chaqueta… En el coche sintonizado con el autorradio.
El móvil que servía para muchas cosas, cierto era, que podía entretenerse con juegos, que podía oír música, que le permitía leer también hasta prensa, que hacía fotografías bastante aceptables, que lo tenía al día de sus cuentas bancarias, que si quería le indicaba la posición, distancia, ruta de o hacia algún lugar. Incluso, incluso le contaría sus pulsaciones o los pasos que hubiese dado en una de sus caminatas. Una maravilla el móvil.
Pero lo quería, lo requería, lo tenía solo y exclusivamente para recibir llamadas. Sí, más que para hacerlas, para recibirlas.
En su piso también tenía teléfono fijo. También a este le prestaba atención. También de este esperaba algún aporte, alguna noticia, alguna respuesta. Los dos teléfonos a su lado. Los dos teléfonos igual de silenciosos. Los dos tan inútiles… Cierto que a veces sonaban, alertándole, alegrándole, aliviándole, mas eran fiascos, llamadas absurdas, unas perdidas, otras equivocadas, las más de empresas de telefonía en intento de engancharle, falsas encuestas para recabarle información y luego hacerle unas ofertas absurdas. Interpelaciones sin educación ni vergüenza, como si quien estaba al otro lado lo conociese, hubiese compartido alguna vez con él tiempo y espacio, vamos y que, como se dice vulgarmente, hubiesen comido en el mismo plato.
Aunque se había cambiado ya más de una vez de compañía telefónica, había procurado que sus números, el fijo y el móvil, nunca fuesen cambiados, exigía la portabilidad de los mismos. Creía asegurarse así el acceso de quienes antes le habían llamado.
Antes. Cuando era imprescindible, cuando era un referente, cuando estaba siempre disponible para lo que se le mandase, lo que ocurriese, lo que él aportase. Cuando desde la redacción lo llamaban a todas horas, unos por una cosa y otros por otra. Unos que si les podía aportar datos de alguna persona o de alguna situación o cosa que podía ser interesante o que ya estaba en el ojo de la noticia, pero que para los redactores de ordenata y mesa fija les era más que imposible, más bien impensable, el acceder. Más fácil llamarlo a él, en la seguridad de que se les daría cumplida razón de lo demandado. Otros porque le encargaban que acudiese a tal o cual evento, o suceso imprevisto, y les pasase la reseña correspondiente, incluyendo foto si hubiese lugar a ello. Quienes organizaban ruedas de prensa, fiestas de barrio, conciertos o exposiciones, eventos variados, siempre lo llamaban para que no faltase a la cita, en la seguridad de que esa noticia sería atendida y publicada.
Sabían, desde el periódico, que tenían cubierta esa zona donde él vivía a un módico y cómodo precio, que desplazar gente y demás parafernalia les era más caro que acudir a sus servicios. Los jefes también lo sabían muy bien y, en especial, el redactor jefe, que era en suma quien al ordenar el trabajo diario o semanal decidía que se contase con él según el qué, el dónde, el cuándo y el cómo; el porqué lo proporcionaba él mismo.
Así que sus teléfonos estaban siempre abiertos y activos, siempre sonando, vivos y dando vida.
La vida pasaba por su lado y él la registraba a la vez que la vivía. Vivía porque perseguía la vida en sus manifestaciones públicas, en el devenir rápido de lo efímero que había que capturar, en lo útil e inútil, en el absurdo de las situaciones y de las personas, en la injusticia que se trataba de tapar con cinismo, en la verdad de lo sencillo apenas evidente, si no fuese porque su mirada, inquisitiva, lo observaba todo y detectaba lo que otros a veces o no veían o trataban de ocultar.
El peligro radicaba en esto último; en su tendencia a descubrir lo ocultado. Y en su tendencia a irlo desvelando de una forma o de otra, pero desvelándolo. Y de todos es sabido que hay cosas que no se pueden, que no se deben tocar, si uno no quiere concitarse animadversiones, recelos, enemistades, odios y hasta venganzas. Trabajar en la cuerda floja le era indiferente, porque amaba su trabajo. Pero trabajaba cada día más sin red.
«¡Ay, que te vas a caer!», le advertían. Pero no hacía caso. Tal vez demasiado orgullosamente, demasiado pagado de sí mismo, engreído ya, creyó que sería imprescindible, un intocable. Desoía las advertencias de quienes lo estimaban. Por eso metió la nariz en asuntos algo turbios que, al poder de la zona, no le interesaba que se supiesen, todos cubriendo a todos. Se empeñó en que se publicasen y sus jefes se lo denegaron. Se sintió muy ofendido y les echó un pulso inútil destinado obviamente al fracaso. La apuesta la tenía perdida de antemano, pero la planteó. Y le abrieron la puerta de salida sin miramientos, misericordia, ni despedidas. De un día para otro terminaron con sus colaboraciones.
Llevaba ya meses, algunos años, esperando a ser llamado, solicitado, conminado a volver al redil. Él estaba muy dispuesto a hacerlo; sabía que, si lo hacía, volvería con las orejas gachas, derrotado y ya sin condiciones ni exigencias; mas lo necesitaba; necesitaba vivir, porque lo que llevaba no era vida. Necesitaba empezar de nuevo. Pero el móvil no sonaba y el fijo permanecía mudo. Y allí estaba, con los dos aparatos a su alcance mientras veía la televisión, esa mierda de programas donde unos que se decían periodistas aguantaban las mayores perrerías con tal de seguir cobrando.
Fue al frigorífico a por unos cubitos y se escanció un buen chorro de güisqui en el vaso. Se hundió en el sillón y encendió la tele. El silencio lo tapó con los berridos del aparato.