Por Mariano Valcárcel González.
Habían vivido los dos juntos en completa armonía, en conjunción casi perfecta (pues ya se sabe que la perfección no existe), como si realmente hubiesen sido el uno para la otra desde que los engendraron.
Tardaron algo en conocerse, porque no vivían en el mismo barrio, ni iban al mismo colegio, aunque sí eran de la misma ciudad. Fue en la juventud, por esas casualidades de la vida, que un día coincidiesen en el mismo grupo de chicos y chicas que se conocían, los unos porque a su vez conocían a otros que, a su vez, se juntaban algunas tardes de fines de semana para organizar algunos guateques en casa de alguna o alguno del círculo, y así coincidiesen en uno de aquellos honestos saraos donde empezaban a sonar los grupos de moda de allá (los menos, que por lo del inglés y otros factores eran poco conocidos) y los que acá ya iban adaptándose a las nuevas modas y modos.
Luis y Encarna (Encarni, para las amigas), apenas se vieron, entendieron que podía pasar algo entre ellos… Esa sensación se confirmó con el tiempo, pues ya fueron asiduos a las juntas y citas grupales y luego a las mucho más frecuentes individuales, que terminaron fraguando un noviazgo sin altercados ni vaivenes y luego un matrimonio consolidado.
El régimen de vida fue siempre ordenado y amable, cada uno de ellos comprendiendo y llenando los huecos que dejaba el otro. Los papeles conyugales y domésticos perfectamente asumidos y ejecutados. Y si había algún problema o surgían imprevistas dificultades, se superaron con el concurso de sus dos voluntades. Encarna mantenía a Luis como un pincel, que era de verlo en el día a día, siempre en estado de perfecta revista, y él agradecía tal interés y dedicación, que no lo consideraba un agobio, con pequeños detalles hacia ella; que si una flor, que si un libro, que si unas vacaciones en romántico destino…
Hasta que eso se truncó abruptamente. Cuando ya podían haber disfrutado de la jubilación que él obtuvo, bien remunerada, cuando ya los hijos habían volado del nido y tenían sus propias vidas resueltas, Encarna (Encarni para él) se fue tras apenas unos días de dolorosa agonía. No hubo apelación. Y Luis se encontró de golpe y porrazo solo.
Solo como no lo había estado nunca. Solo en el vacío de un piso que se ensanchaba unos días, pareciéndole inmenso y hueco, y otros días se estrechaba hasta límites insoportables, oprimiéndolo hasta ahogarlo. Se preguntaba qué puñetas estaba haciendo él allí, en ese espacio que llenaba y a la vez se vaciaba de su Encarni. A todas horas la veía y a todas horas la esperaba, porque nunca aparecía. A todas horas, el abandono.
Él era habilidoso y además concertado, buen discípulo de las enseñanzas de ella; así que, al menos, se defendía en su quehacer diario, no se abandonó, y siguió con las pautas de conducta adquiridas durante tantos años. Pero le sobraban horas y días y le faltaban conversación y presencia.
Sus hijos y algunos conocidos le sugirieron que empezase a frecuentar grupos y locales donde se reunían personas como él, personas que habían enviudado o que se habían divorciado o separado, o que eran solteras de solemnidad, pero que pretendían alguna compañía, algún posible consuelo a la soledad impuesta. Era reacio. Le parecía un refugio absurdo, tonto e hipócrita, una forma forzada de querer cambiar la rueda de la fortuna. Además, temía hacer el ridículo, como veía o había oído de otros conocidos o familiares; o en esos programas que alguna vez se tragaba en la televisión, donde aparecían personas mayores (viejos y viejas, sí) en actitudes indignas y con palabrería necia, improcedentes en adultos. Ese era el espejo en que se miraba y no le agradaba lo que veía.
Pero terminó cediendo. En una reunión, o baile, en un centro social de la capital, creyó ver a una señora no mal aparentada, que accedió a tomar un refresco con él, cuando le pidió compartir la mesa. La conversación, tras las presentaciones de rutina, no pasó de un mero reconocimiento del terreno, toma de datos necesarios para una posible y aceptada nueva cita. Aurora se llamaba la señora, pues señora era y, por demás, viuda y libre de cargas y obligaciones.
Como era natural, los encuentros se fueron acelerando y la familiaridad dio paso a otras confianzas. Llegaron los viajes juntos (¡ah, el IMSERSO!) y la presentación a los hijos de ambos, que no opusieron reparos a la amistad de sus progenitores. Luis iba, ¡cómo no!, siempre como un pincel y ella siempre pizpireta y juvenil y animosa. Parecían, ¡quién lo iba a decir!, el uno hecho para la otra… Parecían.
Pero Luis tenía un problema. Luis nunca olvidó a su Encarni y no pasaba un día que no la recordase; pero lo malo era que también se lo recordaba a Aurora. Por cualquier motivo, Encarna salía a colación en la boca de él; que, siendo honesto y sincero, confesó a su amiga que nunca se olvidaría de su esposa. Ella hizo como que aceptaba, que aquello no tenía importancia; pero lo cierto es que se le fue atragantando tanta evocación de la difunta, tanta presencia… Dos son pareja ‑se decía‑ y tres multitud; y ahí siempre había una tercera en discordia. No lo aguantó y, pasados un par de años, ella, Aurora, le lanzó a la cara todo lo que tenía aguantado; todo lo que no pensaba aguantar más.
Luis está solo en su piso. Lee un rato o ve la televisión. Se toma algún güisqui… Sale a la calle hecho un pincel. Ya no acude a reuniones o bailes de personas solitarias. Todas las noches le habla a su Encarni.