Por Jesús Ferrer Criado.
«Y a ver si te sirve de escarmiento».
No la oigo últimamente, pero de niño era una muletilla muy frecuente: «Te voy a escarmentar», «Este niño no escarmienta», «¿Tú es que no escarmientas?».
El verbo escarmentar puede ser transitivo: corregir con rigor y severidad; o intransitivo: Tomar enseñanza de lo que se ha visto y experimentado, para evitar los peligros.
El sustantivo escarmiento se define como: desengaño, prudencia, aviso y cautela, adquiridos con la advertencia del daño.
En el contexto de nuestra infancia estas palabras, escarmentar y escarmiento, formaban parte de la pedagogía a lo bestia que se estilaba en aquellos tiempos y su formulación oral solía estar acompañada de algún doloroso evento. Por ejemplo: te habías subido a coger higos y alguna rama menos fuerte de lo que suponías se había partido y te descalabrabas contra el suelo. Cuando, con la cabeza chorreando sangre, llegabas a tu casa, tu madre, después de algunos gritos de alarma primero, y de regañarte duramente después, y mientras te ponía una gasa con agua oxigenada, te repetía una y otra vez: «Tienes que tener más cuidado y a ver si este porrazo te sirve de escarmiento. Y que tu padre no te vea, que entonces él si te va escarmentar de verdad».
Por experiencia propia o ajena, la mayoría escarmentamos, en su momento, de coger bichos dudosos, de hurgar con alambres en los enchufes, de beber cosas raras o de meternos en la huerta del vecino a coger unas ciruelas magníficas, conociendo sobre todo la poca comprensión de sus perros ante nuestro apetito.
Al cabo de los años, las diversas experiencias nos han ido escarmentando a la mayoría y nuestro refranero ‑y el de otros países también‑ recoge en frases más o menos ingeniosas el valor pedagógico del escarmiento: «El gato escaldado del agua fría huye» o «La letra con sangre entra».
Escarmentar, después de una amarga experiencia, no tiene gran valor. Que moderes la velocidad de tu coche, o tengas mucho cuidado con la bebida, después de un multazo y una retirada del carnet, no tiene mérito alguno. El mérito está en escarmentar en cabeza ajena. O sea, tomar decisiones para evitar los males que has visto que otros han sufrido y que tú estás o estabas en camino de sufrir. Tiene que ver con la prudencia y con la sabiduría.
Pasa con las personas individuales, con los colectivos, con las sociedades e incluso con las naciones.
El ímpetu belicoso y dominante del imperio alemán le llevó, en 1914, a una guerra tremenda y enormemente sangrienta que acabó con el káiser, con la integridad territorial de Alemania, con sus colonias y con la economía, entre otras cosas. Podría haber escarmentado de sus ansias expansionistas, pero en vez de ello provocó en 1939 otra guerra aún peor que acabó siendo más catastrófica aún, como todos sabemos. O sea, que Alemania en 1918 no escarmentó.
Del escarmiento general de Europa, especialmente Francia y Alemania, sí salió el Mercado Común que ahora es la Unión Europea, nacida para sustituir el enfrentamiento por la colaboración.
Contra el escarmiento está el empecinamiento, la rebeldía y, a veces, la estupidez absoluta. Pero no se trata de achantarse y bajar las orejas ante una dificultad, un atropello o una injusticia, porque el contrario sea más fuerte. Se trata de pensar sensatamente cuál es el mejor camino. Nada tan perjudicial como la sustitución del pensamiento por el capricho, el orgullo necio, la pasión desbocada o la huida hacia adelante. La reflexión y el análisis concienzudo son mejor camino.
Aunque las masas nos movamos por pasiones del todo o nada, el altar o la hoguera, yo envidio a los líderes eclécticos que saben escoger elementos de aquí y de allí y los combinan para adaptarlos a sus sociedades respectivas. Son los que no tienen empacho en copiar, de quien sea, lo que funciona bien y en desechar, sin remordimientos, lo que creían válido, lo probaron y al final fracasó. O sea que escarmentaron para bien.
En los asuntos de la vida corriente, los avances tecnológicos, aunque no en todos sitios a la misma velocidad, se imponen sin resistencia y siempre que se puede nos alumbramos con electricidad en vez de con candiles y procuramos ir en coche en vez de en burra. Es el progreso.
Igual ocurre en la medicina, en el transporte, en las comunicaciones, en el vestido, etc.; pero en el mundo de las ideas, de la moral, de la política, de la educación, etc., es más difícil saber qué es mejor. La casi unanimidad que en lo material es norma no lo es en este otro mundo. ¿Es mejor aplicar la pena de muerte o suprimirla? ¿Permitir la propiedad privada o prohibirla? ¿Subir o bajar los impuestos?
La organización social, laboral y familiar, la educación, las libertades políticas y religiosas, la legislación penal o la tributaria, etc., etc., varían enormemente de un país a otro, de una Constitución a otra.
Y sabemos ciertas cosas, porque las estamos viendo en el mundo actual:
—Que en las sociedades democráticas los conflictos sociales son menos violentos que en las otras.
—Que la libertad religiosa produce bienestar y elimina tensiones.
—Que la justicia social, retributiva y distributiva, cohesiona la sociedad.
—Que el respeto a las ideas es esencial para la convivencia.
—Que la demagogia y el despilfarro llevan a la ruina.
—Que sin seguridad no hay libertad, etc., etc.
Y cualquier lector podría añadir otras conclusiones a las que hemos llegado por la vía de la experiencia, a veces muy dolorosa. «La letra con sangre entra» no es una máxima escolar simplemente.
Y en estos últimos tiempos hemos aprendido también:
—Que los referéndums los carga el diablo (véase el llamado Brexit).
—Que las segundas oportunidades a veces salen peor que las primeras (véanse los resultados electorales del 26-J).
—Que el ansia de poder de algunos políticos los ciega y los convierte en parte del problema cuando deberían de ser la solución.
—Que una parte de los ciudadanos está abriendo los ojos y cambiando su voto en vista de lo que hay.
Resulta patético, y cómico a la vez, escuchar las excusas de ciertos dirigentes para justificar los malos resultados de las elecciones de junio pasado y el porqué no apoyan de una vez la formación de un gobierno estable para el país.
Es que no escarmientan.
Por tal de dejar tuerto al PP, están dispuestos a dejar ciego al país y quizás a ellos mismos.
Estamos asistiendo al peor aspecto que puede ofrecer la democracia, que es usar los votos de algunos contra el conjunto de la ciudadanía, contra la nación entera que está expectante y harta.
Dicen que, en el Reino Unido, muchos que votaron sí a la salida de la Unión Europea están ya arrepentidos. En España, parece que también se arrepintieron de su voto otros muchos después de ver el circo de Podemos, la arrogancia del Sr. Sánchez o la veleidad de Albert Rivera. Unos y otros han escarmentado, pero no siempre es posible la marcha atrás. Por eso es tan importante escarmentar en cabeza ajena, antes de que sea demasiado tarde.
He oído estos días, tras el referéndum inglés, a muchos demócratas españoles echar pestes de ese tipo de consultas ‑que nos gusten o no son democracia directa pura y dura‑, achacándoles exceso de pasión y falta de la serenidad, lo que puede producir resultados sorprendentes de gravísimas consecuencias. Estoy de acuerdo.
Lo que quieren decir es que la democracia total ‑un hombre, un voto‑ no es tan maravillosa y que, sin los correctores adecuados, puede resultar caótica. O sea, que tiene que ser representativa y parlamentaria.
En la excelente película “The remains of the day” (“Lo que queda del día”, James Ivory, 1993) que se desarrolla en Darlington Hall, un palacio de la campiña inglesa, donde lord Darlington recibe y alterna con altas personalidades de la política, un ministro le hace a Steven, el competentísimo mayordomo, algunas preguntas de política a las que Steven contesta repetidamente con un «No sé, señor». La amarga queja del ministro es que, a pesar de la total ignorancia del mayordomo, es del voto, de personas como él, de quien depende la aplicación de la ley en cuestión.
Se supone, por tanto, que las decisiones políticas importantes no debe tomarlas la masa electoral en pleno, sino una minoría selecta y preparada, o sea un Parlamento, que encauce e interprete la voluntad popular, que la purgue de lo malo: ignorancia, apasionamiento, localismo, estrechez de miras…, y que se pronuncie con la mirada amplia del estadista que actúa cara al futuro.
¿A qué viene pues esa consulta a las bases cuando no queremos mojarnos ante una decisión difícil? ¿Por qué justificar el boicot al PP, diciendo que el electorado equis no lo comprendería si se apoyara?
Lo que por desgracia tenemos en España son unos dirigentes que, lejos de la altura de miras exigible a sus cargos, son más ignorantes, egoístas y ruines que lo peor de su electorado. Y no escarmientan.