Por Mariano Valcárcel González.
Volvamos al Paraíso, volvamos a los inicios. Volvamos al tiempo en el que el humano era, sencillamente, inocente y feliz. Y sin pecado. Volvamos.
Es el retorno adánico soñado o creído: utópico. Como si nada después hubiese sucedido, como si tanto tiempo transcurrido se pudiese borrar con un simple soplo ideal e ideado. O sea, creamos, por una vez, en la tierra del Mago de Oz; creamos en los mundos del cuento de Peter Pan; creamos en lo que desearíamos que fuese y no en lo que es; creamos que todo se reduce, pues, al mundo de la fe.
Como creyeron tantos en tantas ocasiones, o fingieron creerlo. Como intentaron en tantas ocasiones fallidas luego, o fingieron intentarlo. Comunas siempre las hubo y siempre las intentarán. Comunas ideológicas que se formaron por iniciativa de algunos, de origen religioso las primeras, que también incluían aspectos sociales y económicos. Los primeros y apostólicos cristianos, ¿no compartían (y debían hacerlo así) sus actos y sus bienes?, ¿no afirmaba el fundador que seguirlo a él era abandonar a la familia y sus ataduras e impedimentos…? Movimientos revisionistas posteriores, los más radicales (y atacados y exterminados como peligrosos), incidieron siempre en este primitivismo colectivista, puro e ideal.
Al margen y anteriores a aquellos cristianos, habían existido otras colectividades, de las cuales es paradigma la espartana. De sentido mucho más político que religioso, pues eran los intereses del estado los que se anteponían a los individuales. Al estado se le servía con todos los recursos disponibles, y el principal era el de la fuerza militar. El sujeto/ciudadano de plenos derechos lo era también de plenos deberes, y a ello se dedicaba o lo dedicaban desde su infancia; el chico era un potencial guerrero y su educación, colectivizada, a ello tendía; la chica era una potencial dadora de guerreros y para ello existía. Tras salvar la primera infancia, las criaturas quedaban fuera de la responsabilidad de sus padres, en comuna estatal. Como eran máquinas fuertemente controladas y disciplinadas, el sistema pudo mantenerse bastante tiempo y así se mantuvo Esparta.
Luego vinieron los ilustrados filósofos, especialmente Rousseau, y se lanzaron a divulgar sus sueños de pureza paradisíaca. La sociedad en la que vivían y de la que vivían ‑no lo olvidemos‑ era manzana podrida: la del pecado adánico. Confundían la natural sencillez e inocencia de ciertos pueblos más primitivos o de los infantes, con estados que nunca evolucionarían. De hecho y si eso fuese así, se viviría en una perpetua infancia. Justificaban así sus propias contradicciones, se justificaban a sí mismos en sus faltas… La culpa, siempre, sería de la sociedad, no del sujeto. Esto se convirtió en mantra y perdura hasta hoy día. De esta semilla surgieron utópicos como Fourier (francés, cómo no, y contemporáneo del anterior), que imaginaba falansterios o comunas estructuradas y organizadas que atendían tanto a las ideas anteriores como a evitar el avance del capitalismo explotador de las gentes y sus trabajos. Se le llamó a esto socialismo utópico y las experiencias que se pusieron en marcha, en general, fracasaron al poco de establecerse. Lo que venía a advertir, a quienes quisiesen seguir esas sendas, que depender exclusivamente de la buena intención y de lo ideal del proyecto estaba condenado al fracaso.
Los sionistas de ideas socialistas pusieron en práctica algo que, por las circunstancias especiales donde se implantaba, llegó a funcionar: el kibutz. Unidad a la vez defensiva y productora, al estilo de las unidades militares de asentamiento en el limesde los romanos. Los primeros kibutz llegaron a colectivizar no solo la defensa y el autoabastecimiento, sino hasta la educación; existió la llamada “casa de los niños”, al estilo espartano. Aunque siguen existiendo, y especialmente en manos de colonos de sionismo derechista extremo, insertados en zonas palestinas ocupadas, ya no tienen la esencia del inicio.
Así que el socialismo real, el que debía dar paso a la sociedad comunista, se vio obligado, ante la evidencia de que el humano es ser tendente al individualismo y a la posesión privada, a estructurarse bajo dos fórmulas colectivistas de obligado cumplimiento: el sovjós y el koljós. Alternando, pues, cierta iniciativa privada (de autoconsumo o pequeño comercio) con la iniciativa estatal (planificada en macro proyectos generales), se desarrolló la economía soviética. Al menos, tuvo un efecto beneficioso en la posibilidad de alcanzar a las élites por medio de la educación no clasista (aunque sí dentro del Partido). También se mantuvieron por medio de la fuerza del estado, no por la exclusiva voluntad de sus integrantes.
Como la demostración de lo evidente no es materia de aprendizaje, han existido y porfían los movimientos ácratas o anarcoides, que todavía persisten en la utopía colectivista como meta deseable. En Marinaleda, se desarrolló y mantiene una iniciativa de colectivismo comunista que es una aguja en el pajar de la tozuda realidad. De ahí que proliferen esos movimientos okupa con mejor o peor fortuna, pero casi siempre efímeros, cohesionados por el liderazgo de alguna personalidad (aunque se niegue tal, por la necesidad de creerse sus propias mentiras participativas); que una vez que se pierde el proyecto, decae igualmente. Se sigue idealizando en un retroceso de la historia, en una reversión de lo alcanzado, en la anulación y destrucción de lo que ha esclavizado y explotado al hombre (¡y a la mujer, claro…!). Se pretende que lo que falló ahora no falle. Por eso, Anna Gabriel, representante conspicua de la CUP catalana, desearía no solo que las compresas (o los pañales) vuelvan a ser trapos que lavar, con el consiguiente y duro trabajo que eso representa, sino que, imaginándoselo, también quisiera que el cuidado de los churumbeles fuese colectivo (lo mismo ella no tendría que lavar nada).