Por Mariano Valcárcel González.
Es imposible en un rato dejar salir sentimientos o emociones que te afectaron toda la vida. Eso, al parecer, lo saben bien los psicoterapeutas que explotan esa veta del humano, sesión tras sesión, casi indefinidamente, porque en realidad convierte en psicodependientes a sus clientes.
En general son las “cebrités”, estrellas de la farándula y el espectáculo, quienes más están enganchados a este rosario de sesiones de psicoterapia, dándole vueltas una vez y otra al cuento de sus infancias desmejoradas, a sus incontrolados deseos ocultos, a las rupturas sentimentales recurrentes o a las adicciones varias y peligrosas de las que no se desenganchan jamás (como a la misma a la que acuden para ser desenganchados). A veces, el psicoterapeuta espabilado, más que ellos, se aprovecha de esta relación de dependencia para influir directamente sobre su cliente, dirigirlo, intervenir en su negocio, contratos, decisiones profesionales, y hacerse un poder al lado del famoso. Han llegado hasta serles imprescindibles y hacerse, a su vez, ricos.
Considero que esto de escarbar en la psique de las personas está bien cuando se pretende mejoría, detectar un problema que puede ser grave, prevenir al fin y al cabo conductas que hasta pueden llegar a ser criminales. También como sistema de investigación científica para aprender, saber más, descubrir arcanos todavía ocultos de nuestra complejidad… El psicoanálisis es otro método de la medicina que no se debe despreciar. Pero no es ni mucho menos ese dios de la psiquiatría que todo lo termina resolviendo. Creo que ahora está en un momento algo menos virulento que hace décadas, pues es cuestionado por otras escuelas psiquiátricas.
Nosotros, como pobres, nos hemos psicoanalizado personalmente. ¿Qué eran esos ejercicios espirituales sino un intento primario y acientífico de lograrlo…? Era una mera intención de controlar las conductas y las creencias. Luego estarían los confesores y los consejeros espirituales, para los mismos fines. Y marcaban los terrenos y, con ello, dirigían hasta las políticas de las naciones. Los confesores reales, en el caso español, eran, a la postre, poderosísimos. Alcanzaban a controlar la más alta magistratura y terminaban siendo obispos o cardenales; primeros ministros también. Había que trabajar mucho para serlo, pero una vez logrado el acceso del soberano correspondiente, si se era sagaz todo estaba logrado; a costa de absoluciones bien administradas, claro, que eran ni más ni menos que una justificación de actos y conductas a veces deleznables. En la anacronía de la dictadura franquista, un confesor tenía salvoconducto si lo era del beato dictador; recuérdese si no el caso del famoso padre Llanos, director espiritual del general retrógrado y, aunque luego se convirtiese en cura comunista, como poseía la llave del secreto del poder, fue un intocable absoluto.
Sí; nos volvemos como un calcetín para encontrarnos con lo pasado, con los tiempos que se fueron en apariencia, pero que se nos quedaron ahí adheridos fuertemente a algunas capas del tejido cerebral y que, de vez en cuando, pugnan por salir. Cuando lo hacemos conscientemente, a veces vuelve el dolor o la rabia, la impotencia o la vergüenza de lo acaecido, tal vez inconfeso, de lo que queríamos que se hubiese borrado totalmente de nuestro libro vital, pero que no, que no se nos fue, que podría estar escrito con tinta mágica, invisible, pero indeleble, que ahí se mantenía y al calor de nuestra impotencia surgían sus caracteres, para volver a ser vividos. También, ciertamente, pueden ser recuerdos gloriosos, alegres, completos, que nos invaden arropándonos para confortarnos y ayudarnos en una posible desgracia, en una postración pasajera.
A todos nos ha sucedido que de golpe, sin saber por qué, se nos viene a la mente y más que a la mente a los sentidos un sabor, un aroma, una sensación pretérita, olvidada o no sentida desde hace mucho, mucho tiempo, pero que ciertamente la hubimos… Ese sabor a…, ese olor de…, ese entorno tan especial cuando… Y nos invaden imágenes fugaces de tiempo pasado y lo tratamos de ubicar no solo en el tiempo, sino también en el espacio: ¿cuándo fue, dónde, en qué circunstancia?
Esto lo aprovechan algunos publicistas para sus anuncios, el aroma de mi hogar (en realidad el de antaño), el sabor de la comida de la abuela (la tradicional), incluso el agua que se bebía, el jabón que se usaba, los juguetes… Nos devuelven a una infancia vivida, o que hubiésemos deseado vivir.
Porque esa es otra. Lo que nos inventamos. Lo que tergiversamos y falseamos para ser lo que nunca fuimos, pero quisimos ser, o lo que ahora queremos afirmar que hemos sido y somos. Fábulas y fabulaciones sin límite tenemos en las agendas, sobre todo en gentes del famoseo o de la política, que no tienen ni pedigrí ni currículo ni nada que los ennoblezca y logre realzarlos sobre los demás. Que justifiquen sus pretensiones o su actual posición social. Hemos conocido casos como el de Roldán (el ladrón de fondos de reptiles) que era un mindundi total, y siguen su ejemplo otros muchos hasta que son descubiertos en la actualidad. Yo puedo decir que, por causas que no vienen a cuento, he tenido la oportunidad de tener algún justificante de cursos universitarios a los que en realidad ni había acudido; no se piense mal, nunca los utilicé. Pero la realidad nos presenta médicos en ejercicio que nunca se titularon, o abogados que no lo son y vaya usted a saber cuántos más y de qué profesiones o especialidades hay ejerciendo.
Sueños y vivencias. Realidades y fantasías. Este nuestro mundo mental es demasiado complejo como para poder abarcarlo y comprenderlo. Pero todo se andará, que ya se ha fabricado una célula viviente completamente artificial. Viajamos hacia lo desconocido.