Por Dionisio Rodríguez Mejías.
6.- Un imperdonable resbalón.
Seguía obsesionado ‑esa es la palabra‑ con marcharme aquella misma tarde. Sabía que hacía una de las bajezas más graves que un hombre puede cometer; pero, hasta las historias de los personajes ejemplares, tienen lamentables episodios de cobardía. Pronto acabaría aquella situación.
—Roser, ten paciencia. ¿Conoces la frase de Winston Churchill?: «Nos pasamos la vida preocupados por cosas que nunca llegan a ocurrir». Dentro de unos días, todo habrá pasado y lo verás de otra forma.
Algo me escocía en el interior, como si hubieran echado sal en mi conciencia. Imaginaba su desolación cuando supiera que Olga y yo nos habíamos fugado. No podía evitar un enorme desprecio, al pensar en la bajeza que estaba a punto de hacer y por la que sin duda sería castigado. No podía seguir.
—¡Camarero! La nota por favor.
—¿Tienes prisa? ¿Te espera alguien?
—No, pero es mejor pagar ahora; así nos podremos marchar cuando queramos. Aunque antes debo ir un momento al lavabo. ¿Me permites?
Estaba ansioso por hablar con Olga; quería saber si había cobrado el finiquito, para salir aquella misma tarde. Al mover la silla para levantarme, se me cayó al suelo la bolsita de la joyería con el anillo, y sentí que se me paraba el corazón. Roser la vio, abrió mucho los ojos, se echó a reír y preguntó:
—¿Qué me has comprado?
—Es una sorpresa —respondí—; ya lo verás cuando te la dé.
—¿No puedes decirme qué es?
—Si te lo digo dejará de ser una sorpresa.
—Qué misterioso eres.
La idea del regalo fue como un sedante. A partir de entonces, estuvo más tranquila y sonriente. Pagué la nota, fui a los lavabos y pedí una ficha de teléfono.
—¿Olga…? ¿Cómo te encuentras? ¿Todo ha ido bien? Me alegro. No tardo. En una hora estoy contigo…, yo también a ti.
Volví a la mesa, salimos de “Els Quatre Gats” y la acompañé hasta su casa.
—Alberto, anda, al menos dime qué me has comprado.
—No insistas, por favor; si te lo digo se habrá roto la magia del regalo.
—De acuerdo. ¿Nos veremos mañana?
—Por supuesto que sí. Por la mañana tengo que hacer unos encargos; pero, a eso de las siete, te llamaré. Sabes que te adoro.
Nos besamos con los ojos cerrados. Era nuestro último beso. Sentía una soledad tan grande que no puede expresarse con palabras: no solo decía adiós a mi carrera, sino que me alejaba de ella para siempre. La inquietud que acompañaba a mi mentira era un sentimiento tan detestable que me hacía estremecer. Nos despedimos, puse la radio del coche y tuve la sensación de la persona que se aleja del cementerio y sigue escuchando el rumor de los llantos y las plegarias. Aquel día viví una angustia tan profunda que el tiempo y la memoria no han sido capaces de borrar.