Carnaval todo el año

Perfil

Por Mariano Valcárcel González.

Cuando nos llega el tiempo de carnaval, una cosa que es indispensable es el disfrazarse de cualquier cosa, o el ponerse una máscara más o menos elegante al estilo veneciano o al estilo de los mascarotes, más de nuestra tierra. Nos lo montamos en la pretensión de que es una excepcionalidad, un periodo corto de tiempo en el que está tácitamente admitido que podemos alterar lo cotidiano, que podemos aspirar a ser otros y otras. Que nos podemos y podemos mentir.

Escribía yo, en un editorial para una revista de carnaval de Úbeda, que, en realidad, en carnaval no es que nos pongamos las caretas, es que nos las quitamos. Sí, en carnaval nos quitamos el disfraz de todos los días, de nuestra monotonía establecida, del convencionalismo, de lo que debemos aparentar por obligación (sea personal o familiar, social, política) para ser nosotros mismos. Los que tienen sus deseos reprimidos, sus tendencias enclaustradas, sus inconfesables pulsiones, se sienten por unas horas o días capacitados para mostrarlos, en una charada de engaños verdaderos o de verdades engañosas, y allá se lo montan felices y ligeros, paseándose por plazas y calles, tan contentos.

Así que vemos al que se pone hábito religioso o vestimenta curial y campa pomposamente, bendiciendo a los creyentes que lo ven pasar, o hábitos monjiles a la que supuestamente es liberal de costumbres, todos ellos y ellas en un acto de recogida contrición que, por un tiempo, les libera de sus pecados secretos. Los hay quienes se ponen facundios dentro de un uniforme de guardia civil o militar, camuflaje y pistolones, tratando de mostrar su sentida marcialidad y su poder amedrentador y amenazante ante quien se les ose enfrentar; en realidad, siempre quisieron ejercer de tales. Cómo no mencionar a ellos que siempre desearon ser ellas y a ellas que quisieron ser ellos; así que, por un breve tiempo y con descaro y sin complejos, se travisten de sus otros yos, y van tan cómodos por la vida breve del carnaval.

Por ello, lo de la caída de la máscara en tiempo de carnaval. Porque es cuando algunos y algunas se atreven a hacerlo, sin pudor ni remordimiento. Yo los admiro ‑que no me soy de esa cuerda disfrazante‑, pero reconozco que alguna vez me ha llamado la atención, y hasta la tentación he tenido de hacerlo. Una vez, sí, me disfracé por cuestiones laborales; que en el centro de adultos, donde ejercía, se me obligó a participar en una especie de chirigota mixta, porque era labor pedagógica (digo yo) o así… Y otra, porque colaboraba en prensa y, por hacer las fotografías del concurso‑certamen de agrupaciones y acompañar a las compañeras que ejercían de presentadoras, me ambienté someramente. ¡Ah!, y recuerdo que en un hotel costero, en estancia familiar de vacaciones, hube también de transigir y aceptar montarme una de pirata, porque así lo exigía el fin de fiesta. Total, que debo admitir que alguna vez me he disfrazado con mejor o peor fortuna; pero declaro que nunca me sentí inmerso e identificado con el personaje que llegué a adoptar. Mero ejercicio de apariencia.

En mi pueblo, el peso de la formación y organización carnavalera lo llevan personas que también son fundamentales en la formación y organización de las cofradías semanasanteras. O sea, gentes que pasarían por piadosas y observantes de los mandamientos cristianos, creo que lo más alejados posibles de lo que el carnaval representa. Y, sin embargo… Creo que ahí también hay una forma de pasar por los estados de disfrute pecaminoso (y deseable) y, luego, el arrepentimiento y la penitencia, acordes desde luego con el calendario católico de entrada de cuaresma, culminada en la semana de pasión. En fin, un rito místico o misterioso, de paso de iniciados y confirmaciones de pertenencia. Una forma de institucionalizar vivencias y esencias.

Sí, el carnaval nos descubre quiénes somos en realidad. Y no hay malicia ni pecado por ello; a veces, cierto sentido de lo inalcanzable o de lo que se pudo ser, cierta melancolía guardada tras la carcajada y el bullicio. Pero hay quien, a lo largo de todo un año, de toda su vida, va disfrazado y no quiere reconocerlo. Peor; hay quien sabe de su disfraz, con el que intenta engañar de continuo a los demás.

Alguien se pretende Che Guevara, porque siempre lleva calada una boina con la estrella roja de cinco puntas; vamos, que se lo cree. Otro va y, dejándose pelo largo y larga barba, pretende ser la reencarnación del mismo Cristo Jesús, que si no lo fuera no hubiese existido ni el mismo Hijo de Dios. Alguno cree que por ponerse gafas de luneta circular ya es un insigne de la intelectualidad del izquierdismo más clásico; que ni Gramsci redivivo, periodista que no sabe escribir. Y los hay que mantienen sus gafas oscuras y su bigotillo para no renunciar a las esencias más cutres de posguerra. Muchos más casos se nos dan de esta vivencia carnavalesca (una tía mía creía estar en los años treinta o cuarenta del pasado siglo; tal se peinaba y maquillaba, como en su juventud), por la cual, se pretende ser quien no se puede, o al menos aparentarlo. No recuerdan aquel dicho popular de que «El hábito no hace al monje».

Profesionales del disfraz permanente, con el que medran y compiten en este mundo, que favorece el estilo y facilita la creencia. Un enorme vivir engaños. Aunque, algunas veces ‑pocas desde luego‑, se logra acceder a la verdad y advertir, con enorme sorpresa, que el rey va en realidad desnudo.

marianovalcarcel51@gmail.com

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

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