Por Dionisio Rodríguez Mejías.
4.- Una mañana de invierno.
Me esperaba en la entrada de Telefónica, en la esquina de la calle Fontana. La cogí de la mano,bajamos paseando por la acera de la izquierda y entramos en “Els Quatre Gats” de la calle Montsió: un restaurante de ambiente bohemio, en donde, a primeros de siglo, se reunían los genios del modernismo catalán. Yo me encontraba como el tiempo, sombrío y melancólico. Elegimos una mesa en el rincón que hay entrando a mano izquierda, bajo los retratos de Casas, Albéniz y Enrique Granados.
Pedimos café. No me atrevía a mirarla a los ojos, para no delatarme. El aroma del café es uno de los olores más estimulantes que conozco: aspirar el vaho de las cafeteras y escuchar el tintineo de las tazas y las cucharillas fue uno de los placeres de aquel día. Los camareros iban y venían, retirando servicios y limpiando el mármol de las mesas. Hay días en los que el cielo solo parece abrigar preocupaciones. Hubiera preferido que ella no me hubiera correspondido, antes que interpretar aquel papel tan deshonroso. Mientras yo encendía un cigarrillo, ella sacó del bolso un sobre con fotografías.
—Hace tiempo que quería enseñártelas. Son las fotos de la entrega de llaves; un día por otro se ha ido pasando, hasta que anoche las eché en el bolso. Yo creo que hemos salido bastante bien, pero míralas tú a ver qué te parecen.
Les eché un vistazo sin excesivo interés.
—No están mal —dije, por decir algo—. Fue la tarde que tu padre anunció nuestro compromiso. Siento decirlo, pero aquello no estuvo ni regular.
—¿Qué te pasa? —contestó con cara de preocupación—. Yo ni me acordaba de aquello. Te noto intranquilo, estás pálido y pareces nervioso. ¿Te encuentras bien? ¿Hay algo que me quieras decir? Al fin y al cabo, nadie te obliga a nada.
Me cogió la mano y me miró como tratando de penetrar en mis pensamientos.
—No me pasa nada —mentí—. Solo que antes soñaba con ser una de esas personas que escriben libros y que conoce y respeta a todo el mundo, y ahora tengo miedo de convertirme en un materialista soso y aburrido. ¿No te das cuenta? Últimamente, solo pienso en ganar dinero. Si sigo así, acabaré siendo un egoísta ambicioso, de esos con los que nadie quiere hablar. Me siento fracasado.
—Eso no es verdad. ¿Cómo vas a ser un fracasado con lo que estás haciendo?
Trabajas, estudias… nadie es perfecto. ¿Crees que si fueras un fracasado saldría contigo? Soy yo la que se ha convertido en una niña pija.
—No, no lo eres. Tú eres la persona más buena que he conocido.
—¿Lo dices en serio?
—Pues claro. ¿No se nota?
Al verme en aquel estado, cambió de conversación. Me contó que Picasso, con diecisiete años, expuso en la sala grande de aquel local; que allí se reunían Isaac Albéniz, Enrique Granados y Félix Millet ‑el autor del Cant de la Senyera‑; que Antoni Gaudí también frecuentaba el local, y que Santiago Rusiñol y Ramón Casas eran clientes asiduos. Me sentía como un gusano. No podía alejar de mi mente la indecencia que estaba cometiendo con aquella muchacha, de la que solo había recibido afecto y atenciones.
—Alberto, yo…, yo solo quiero estar a tu lado, cuidar de ti. Me gusta que quieras ser tú mismo, que no pretendas aparentar lo que no eres.
La ambición lleva, en su entraña, el sufrimiento propio y el ajeno, y yo seguía dándole vueltas a mis preocupaciones.
—Por favor, Roser, no digas nada. No me ocurre nada; solo que tengo tantas cosas en la cabeza que ni siquiera sé si soy yo mismo; pero tú eres un ángel.
Se cayó unos instantes, apoyó su cabeza en mi hombro, acercó su cara a la mía y suspiró con amargura.