Por Mariano Valcárcel González.
Una vez, hace muchos años, me citaron a asistir a un 20 N, como funcionario interino que era y a lo que era temerario no asistir (en un pequeño pueblo), todavía en vida de Franco. Sí, ahí estuvimos y a la salida del funeral ritual prosiguió el rito de los gritos y el himno frente a la cruz de los caídos; algunos (los maestros jóvenes) nos quedamos alejados del grupo “oficial” y no correspondimos ni a consignas, ni a cánticos, ni a gestos. Nunca esta actitud fue premeditada ni acordada por nosotros. Las miradas nos fulminaban.
Podía considerarse como un “postureo”, a modo de desacuerdo o al menos de indicación de lo anacrónico e irreal del acto. Pero no fue una actitud irreverente. Tampoco con pretensiones de protagonismos de nada. Únicamente no nos sentíamos identificados con aquella rutina desfasada. Ahora abundan los postureos como supuestas formas de demostrar lo que es nuevo, o mejor, o más sincero, o diferente… Postureos adjuntos a malas formas, a desplantes innecesarios, a muestras absurdas de autenticidad o sencillez. Si se habla del Rey se le llega a mencionar simplemente como «ciudadano Felipe de Borbón», dejando absurdamente de lado que sí, que hoy por hoy es el Jefe del Estado y, al menos, ese título (nos guste o no) no se puede soslayar. ¿Habría que nombrar simplemente, por esa dinámica, por su nombre y apellido, a un Presidente de República solo porque no nos gustase esa forma de Estado…? Como mínimo, ofensivo. Otro postureo, el de la ropa; vamos que uno se viste como le da la gana (es un decir); pero es mera cuestión de cultura y hasta saber comportarse, el adecuar la vestimenta a las situaciones que se viven, sin por ello ir de pasarela ni de percha de Versacce. Uno se coloca el mono cuando hace sus chapuzas caseras; se pone el albornoz, cuando está en el baño; un chándal, si es de los del músculo prieto; la chaqueta, cuando hay algo urbano, social o necesario que gestionar (y yo no soy mucho de chaqueta); y llega a la corbata, si quiere quedar aceptable ante algo más que ordinario. Bien; sentirse cómodo en situaciones y en la forma de afrontarlas es necesario; pero también, sentirse deferente, cívico y social. Y gestionar la empatía, importante.
Del francés viene “epatar” que, como se intuye, es machacar el hígado del otro, sacarle la bilis de la mala leche; y así hay acciones que meramente se realizan para poner de mal humor a los demás, provocar, y carecen realmente de función pedagógica o política alguna, por mucho que quienes las realizan o provocan digan que esa es su intención. Estamos asistiendo a un verdadero ferial de gilipolleces, teñidas de matiz reivindicativo, renovador o didáctico. Con ello no reivindico modos encorsetados y sin sustancia, meras pantomimas para aparentar poder, respeto o importancia (y escudarse en ellos para ocultar evidencias de inutilidad o latrocinio); pero todo se puede llevar con su justa medida, sin aspavientos. Ya puse, en anterior artículo, que Lenin usaba corbata y creo necesario repetirlo; no por ello dejó de ser revolucionario (y obviamente se diferenciaba en su vestimenta de los obreros a los que decía representar y defender); era una forma de demostrar quién llevaba el mando.
Epatar querían los “titiriteros” agarrados en chirona, en Madrid. Es evidente. Hacer su teatrillo creyendo que desarrollaban una tesis sociológica; innecesaria estupidez en nombre de la bendita libertad de expresión. Estupidez de la escandalera levantada por esa derecha que se lanza a la yugular de todo lo que sea, o consideren que es fuera de sus cánones de hacer, sumisos, acordes a su moral, con sordina y siempre bajo moldes exquisitos. Escándalo ante unos que quieren provocarlo y se salen con la suya; pero no hay escándalo cuando algunos de los de sus escandalosos mediáticos se afirman en pasar al escopetazo, gritan que mejor muertos y en cuneta esos supuestos impresentables, y se olvidan ‑a propósito‑ de que mucho más escandaloso es conocer, oír y colaborar en el ocultamiento de sus bien hablados y bien actuantes correligionarios, que así, con buenas formas, buenos trajes y corbatas y silencios públicos, se han llevado (o se llevan) el dinero público que ya alguien se encargó de aclararnos que «no es de nadie», o que estos impuestos que, para mantenerlos a ellos, a los otros y al Jefe del Estado, se nos exigen a los ciudadanos, vía recaudación de la Agencia Tributaria, son mera traca publicitaria, pues «Hacienda no somos todos». Y no han salido en tromba, escandalizados, a desautorizar esta y la otra burrada; y las manifestaciones de esos cantarines de las ondas o las tertulias, en realidad más merecedoras de cárcel por apología al enfrentamiento, el odio, la división entre los ciudadanos, que la demencial representación de ensoñaciones a deshoras.
Y, por cierto, en vez de lanzarse con toda la artillería para pedir responsabilidades (y dimisiones), deberían frenar su carrera, parar en una venta del camino, tomar su vino y su queso y meditar bien cuántos de sus compañeros de partido han asumido sus responsabilidades, cuando se les descubre algún fallo (por ponerlo suave). Cuántos han dimitido (¡eeeeeh!, ¿dimisión, existe esa palabra?) sin que se les haya forzado in extremis y ya ante casos de verdadera y brutal importancia, porque afectan a la vida de personas o a los fondos del erario público esquilmados. Y esas sí que son cuestiones para llevar a algunos (o muchos) a la cárcel de inmediato.
Si nos ponemos así, ya lo puso Berlanga: «¡Todos a la cárcel!».