“Barcos de papel” – Capítulo 26 c

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

3.- Como una droga.

Me preocupó verla beber de aquella manera. Bebía con ansia, con pasión. A veces se derramaban algunas gotas de su copa y le caían en el vestido, sin que le concediera al hecho la menor importancia. Estaba con la mirada perdida, pálida y en silencio. Me dio miedo verla así. Hay cosas que no necesitamos preguntar: es suficiente con fijarse en los detalles.

—Berto, estoy sola. Muy sola y muy triste. Solo te tengo a ti. ¿Te reirás de mí si te digo que me encanta que vengas a buscarme?

—Me reiría si no pensara como tú. Paso los días esperando este momento, deseando estar contigo. Seremos felices cuando empecemos a pensar en el futuro. Hazme caso, recorrer el camino es más interesante que llegar al final. ¿Lo comprendes?

—Es que tengo miedo.

—Miedo, ¿de qué?

—De todo: de la soledad, de querer a alguien que no me quiera, de confiar en quien no se lo merece… de que un día puedas abandonarme.

—Yo nunca te dejaré.

—¿Estás seguro?

—Nunca he estado más seguro de ninguna otra cosa.

Me costó trabajo arrancarla de la barra. Con mucho tacto, echando mano de toda mi paciencia, le prometí contarle un secreto cuando llegáramos a la pensión. Trató de oponerse, pero insistí y, aunque de mala gana, salió a la calle sin poner demasiadas objeciones. Algunos amores son como una droga: parecen inofensivos al principio y acaban destruyéndote la vida. Algo así me sucedía con ella: me cautivaba su ingenuidad y me volvían loco sus formas de mujer. Sabía que caminaba por una senda peligrosa, pero no renunciaba a recorrerla, porque nadie conoce el destino que le aguarda. Si lo conociéramos, la vida perdería su interés. Es como cuando nos cuentan el final de una novela; a partir de ahí, deja de interesarnos.

Llegamos a la habitación y, antes de preguntarme de qué trataba mi secreto, sacó una botella de debajo de la almohada, bebió un trago y me la ofreció.

—Anda, Berto, por favor, bebe conmigo. Te lo suplico.

La miré con preocupación. Al verla beber de aquella forma, intenté contenerme, pero no pude.

—Olga, ya está bien, no bebas más.

—¿Crees que soy una alcohólica? ¿Crees que no sé beber? En ese caso, no sé qué haces aquí. Me has dicho que tomaríamos juntos una copa. ¿Qué pasa? ¿No te apetece? Pues cierra la puerta y déjame en paz. No te necesito para nada.

No contesté. Me quedé sentado en el borde de la cama, mientras un ataque de rabia brotaba en mi interior. Ella debió de notarlo, porque se encogió de hombros con un gesto de absoluta indiferencia, y me ofreció la botella con desprecio. Aquello era demasiado; hacía tiempo que comía como un pajarillo y me daba miedo verla en aquel estado. Cogí la botella, me asomé a la ventana y la arrojé a la calle con toda mi fuerza.

—¿Por qué la has tirado? ¿Qué derecho tienes? Te crees muy duro. ¿Verdad?

Cuando gritaba, sus pupilas brillaban intensamente.

—Olga, querida, no puedes seguir así. Lo hago por ti, porque te quiero.

—¿Crees que te necesito? ¿Que eres el único al que le importo?

Contesté lleno de rabia.

—No. Ya sé que le importas mucho a Santamaría.

—Pues tú eres una mierda para él.

—¿Y para ti? ¿Qué soy para ti?

—¡No lo sé! Para mí no eres nada. Te pasas la vida sermoneándome y dando vueltas a mí alrededor. Si de verdad te importo, déjame en paz de una puta vez.

Pensé que no era consciente de lo que decía.

—¡Lo siento! Es cierto que me preocupo por ti, pero también es cierto que eres demasiado imbécil para entenderlo.

—No me hagas reír. ¿Qué tú te preocupas por mí? ¡Venga ya…! ¡Tú buscas lo que todos! Anda, dime que no es verdad.

roan82@gmail.com

Deja una respuesta