Por Dionisio Rodríguez Mejías.
2.- Dolorosa obsesión.
Colgué el teléfono muy preocupado. Aquel cabronazo era capaz de cualquier cosa, antes de dejarnos el campo libre. En la vida real, las cosas son muy diferentes a como ocurren en el cine. No obstante, me preocupaba más aún no haberme ganado la confianza de Olga; tenía la impresión de que no terminaba de entregarse a mí, de que no le transmitía tanta seguridad como Santamaría. Me hablaba como a un niño pequeño, y me trataba como si tuviera pena de mí. Solo me consolaba pensar que aún éramos muy jóvenes, que nos quedaba mucho tiempo para vivir, y que la verdad acaba por imponerse a la mentira. Era consciente de los riesgos que asumía, pero estaba obsesionado como un adolescente.
¿Cómo podía complacerla? Hubiera sido capaz de ofrecerle la Luna, pero no podía permitirme comer en los restaurantes que frecuentaba con Santamaría, ni regalarle los vestidos o las joyas que él le compraba. Desde que le practicaron el aborto, todo se desmoronaba a nuestro alrededor. Pajarito, que hasta entonces había sido tan alegre y cariñoso, perdió el apetito y llevaba unos días con una cara extraña: unas veces me parecía discreta y juiciosamente triste la mayoría. Yo también necesitaba olvidar el incidente con Santamaría, recuperar mi seguridad y ayudar a Olga, que me necesitaba más que nunca. Para conseguirlo, creí conveniente ir a recogerla alguna tarde a la salida de su trabajo, procurar que volviera a sonreír y que saliera de aquel atolladero.
Al principio, el plan funcionó perfectamente: llamaba a Roser con alguna excusa, le decía que no podríamos vernos aquella tarde, y me iba a la cafetería a esperar que Olga saliera de la clínica. Luego íbamos hasta el Kahala, tomábamos una copa y le preguntaba cómo habían ido las cosas aquel día. Pero, en la juventud, los buenos propósitos tienen poco futuro y una de aquellas tardes sucedió lo inesperado.
Habían pasado dos semanas desde de mi reyerta con Santamaría, y no me pareció conveniente llamarla por teléfono. Me salté una clase y, hacia las ocho y cuarto, fui a esperarla a la salida de la clínica. Pensaba que estaría decidida a enderezar su vida y tendría intención de rectificar; de ahí mi decepción y mi sorpresa. La encontré bebiendo y fumando con un desconocido en la cafetería. Al acercarme, me pareció que intentaba disimular y hacer como si no me hubiera visto; pero, enseguida, me saludó con un gesto muy cariñoso. Me acerqué sonriendo, echándole al asunto todo el valor de que fui capaz, y dije en tono amable y distendido.
—Perdona, cariño. Me han retenido en el despacho. Lo siento.
Su acompañante, un joven correcto y bien vestido, me miró desconcertado.
—¿Es tu novio?
—Sí —respondió ella con seguridad—.
―Lo siento —continué—; quedamos en que pasaría a recogerte y me he retrasado unos minutos. Perdona, de verdad.
El otro se disculpó, y yo sonreí quitándole importancia al asunto. Salimos del local, me cogió del brazo y me dijo al oído.
—Necesito una copa. ¿Me invitas?
Dudé un instante, pero no quise desairarla, y entramos en el Sándor.
—¿Qué quieres beber?
Se encogió de hombros con indiferencia, y respondió:
—¿Qué tal un gin-tonic?