“Barcos de papel” – Capítulo 25 d

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

4.- ¿Qué podía hacer?

—Déjalo, no sigas, por favor. Me parece que esto no te hace ningún bien.

—Necesito seguir. Me da mucha pena decirlo, porque te hago sufrir, pero necesito que me comprendas. Y ¿sabes qué era lo peor de todo? Que me gustaba que aquel joven tan guapo me acariciara y me prometiera que siempre iba a cuidar de mí. Cuando él se marchaba, yo me quedaba despierta mucho rato, y me sentía caliente, segura y feliz en aquella casa, rodeada de cariño y bienestar.

Hizo una pausa y continuó más animada.

—Por la mañana, todo era distinto. Su padre salía de casa muy temprano, porque tenía un pequeño negocio familiar. Yo ayudaba a su madre a hacer el desayuno, y poco después llegaba él con el periódico bajo el brazo. Entonces se mostraba muy distante. Parecía que sus visitas a mi dormitorio nunca hubieran ocurrido y solo fueran producto de un mal sueño. Algunos días me acompañaba al colegio y esperaba en la calle hasta que me veía entrar por la puerta. Durante todos estos años, he vivido sin saber cómo solucionar el problema y, hasta hoy, no le había contado a nadie mi secreto. La única solución era fingir. Yo sabía que aquello no estaba bien, pero tenía miedo de acabar en la calle si sus padres se enteraban. Mis compañeras no lo habrían entendido y las monjas me hubieran expulsado del colegio. ¿Lo entiendes ahora?

Sentí ganas de vomitar. No podía creer que la mente de un hombre pudiera acumular tanta basura.

—No puedes imaginar cuánto le odio, por haber manchado tu inocencia.

Nunca hasta entonces la había visto tan desanimada: hasta los labios le temblaban, de tristeza y de miedo. Las personas como Santamaría no merecen vivir, aprovechan su situación de privilegio para esclavizar a los demás.

—Pero, ¿sabes Berto? Pronto empecé a ver cómo era en realidad. Me iba pronto a dormir, y sentía pánico cuando lo oía llegar algunas noches, pero no podía negarme. Se volvió cruel y exigente. Me amenazó, me dijo que si no éramos amigos acabaría pidiendo limosna como mi madre. ¿Qué podía hacer? Cuando se casó yo me quedé al cuidado de su madre, hasta que murió y luego fui a trabajar a la clínica. Ya lo sabes.

—Por favor, no pienses más en eso. Si lo denunciaras, arruinarías su vida, lo echarían del colegio de médicos, y es posible que acabara en la cárcel; pero tú no eres capaz de hacer una cosa así. Ese miserable sabe que te tiene cogida en su tela de araña. No sé cómo has podido soportarlo.

—¿Qué podía hacer? No tengo familia, no tengo a nadie. Él paga mi sueldo y la pensión. ¿Adónde puedo ir?

A través de la ventana veía cómo la niebla iba envolviendo los contornos de las farolas de la calle. Era una noche de tristeza infinita. De tarde en tarde, se oía el rumor de las ruedas de un coche salpicando los charcos sobre los adoquines. Cerré la ventana, encendí un cigarrillo, cogí la botella de la mesita de noche, bebí un buen trago y se la di a ella para que bebiera. Luego nos quedamos en silencio. Me eché en la cama, boca abajo, apoyado en los codos con mi cara muy cerca de la suya. El pelo le caía desordenado sobre los hombros. La deseaba como nadie se puede imaginar. Me quedé mirándola y ella se inclinó hacia mí y me besó.

—Berto —susurró—, soy muy desgraciada. Soy una mierda.

—Olga, Olga, Olga. No digas eso. Sueño contigo, vivo para ti, tu nombre hierve en mi mente a todas horas, y algunas veces pienso que acabaré volviéndome loco. Cuando estoy a tu lado soy como un niño; no dejaría de quererte ni un momento, pero creo que tú nunca sabrás cuánto te quiero.

Me miró con una ternura infinita, se tomó una pastilla y volvió a beber. Después de lo que me había contado, no fui capaz de hacer ningún comentario. Se levantó de la cama y puso el disco de Michel Polnareff: Love me, please, love me. Pensé que despertaría a todo el mundo, porque tenía la costumbre de poner la música a todo volumen; pero nadie se quejó. Ya debían de estar acostumbrados. Vino hacia mí, me rodeó con sus brazos y me apretó con fuerza, mientras me decía:

—Mi pobrecito Berto. Si no quieres volver a verme nunca más, lo comprenderé perfectamente.

Hubiera dado la vida por haberla conocido antes de que Santamaría la envenenara con sus mentiras; pero ya era tarde. La amaba como nunca podré querer a nadie; como se desean los sueños imposibles, que nunca podremos alcanzar. Amaba aquellos ojos, aquellos labios húmedos y calientes, y aquellos brazos con los que me estrechaba de manera fraternal.

—¿Quieres beber un poco más? —dijo echándose junto a mí y acercándome la botella, con una pícara sonrisa.

roan82@gmail.com

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