Por Dionisio Rodríguez Mejías.
3.- Una terrible historia.
Pensé que no era un buen momento para responder, dejé que fuera ella quien hablara y yo seguí en silencio.
—Mi vida no ha sido fácil: al poco tiempo de nacer, mi padre nos abandonó. Le dio un poco de dinero a mi madre, le dijo que se iba a trabajar a Alemania, pero que pronto volvería a buscarnos. No volvimos a verle. Cuando se terminó el dinero, mi madre iba cada día a la estación de Francia a ver llegar los trenes. Yo tenía unos tres años, y me llevaba con ella a todas partes. Al poco tiempo, no tuvo más remedio que pedir limosna. Y, ¿sabes una cosa? Una mañana de pleno invierno, un cura se interesó por nosotras, y nos llevó a un centro de Auxilio Social, en la Rambla de santa Mónica.
—Dios mío, Olga, eso es terrible.
—No lo creas; allí cuidaron de nosotras: a mi madre le encontraron un trabajo, como empleada de hogar en casa de los padres de Luis Santamaría; y, al cumplir cinco años, me llevaron a un colegio de monjas, se preocuparon por mis notas y, aunque era bastante floja para los estudios, se comportaron con educación: eran muy comprensivos, me cuidaban como a una hija y nos trataban con respeto a mi madre y a mí.
Permaneció un rato en silencio, cogió la botella de la mesita, se echó un trago de nuevo, y me contó algo que nunca hubiera podido imaginar.
—Entonces yo me fiaba de cualquiera: de la policía, de las monjas, de todo el mundo. Luego la vida me ha enseñado que una no puede confiar en nadie. Perdona, Berto, no me refiero a ti.
—No te preocupes; continúa.
—Te hablo de la época en que Luis era para mí como un hermano. Siempre me traía golosinas cuando regresaba a casa. Yo le abrazaba y me lo comía a besos. Empezó la carrera, y yo fui su primera paciente: si me dolía la garganta, me decía muy serio que abriera la boca y me miraba con una cuchara; luego me daba un jarabe de sabor dulzón y, a los pocos días, el dolor se me había pasado. Era un muchacho guapo, joven, con el pelo muy negro. Cuando me miraba con su sonrisa irónica, me sentía como una muñeca. No podía imaginar lo que vendría después.
Noté que se le hacía un nudo en la garganta, pero no quise interrumpirla.
—Yo tenía once años cuando murió mi madre y, desde entonces, empecé a sentirme como de la familia: dejé de comer en la cocina y los padres de Luis me sentaron con ellos a la mesa. Cuando volvía a casa, repasaba mis cuadernos, me explicaba los ejercicios que yo no entendía, y hacíamos juntos los deberes. Dibujaba muy bien. Al año siguiente, tuve mi primera regla. Al ver las sábanas manchadas de sangre, pensé que me iba a morir y corrí a su habitación, gritando «¡Luis! ¡Luis!». Él me tranquilizó y me dijo que no tuviera miedo. Me enseñó a ponerme las compresas y a tomar una copita de coñac con las pastillas, cuando me dolía mucho. Decía que debíamos ayudarnos como si fuéramos hermanos de verdad y me preguntaba si yo le cuidaría con tanto cariño, cuando fuera un hombre mayor y yo una señorita.
Bajó la cabeza avergonzada. Estaba tan triste, tan desesperadamente triste que pensé que no lo soportaría.
—Berto, es horrible. No sé si seré capaz de seguir.
Cogió la botella, volvió a beber y me hizo beber a mí también. No era la misma: había perdido la alegría, la risa, el optimismo; parecía más frágil e indefensa. Acaricie su pelo y le pedí que no siguiera hablando.
—Necesito que lo sepas. Algunos días después, empezó a venir a mi habitación. Una noche, cuando estaba casi dormida, encendió la luz de la mesita, me entregó una cajita de color rojo con un lazo amarillo y me dijo que ya era una mujer: «El otro día te asustaste mucho y quiero que olvides aquel mal rato. Abre la caja, y dime si te gusta». Era un collar de perlas muy finas. Me parecía un sueño. Le dije que debía ser muy caro y no podía quedarme aquel collar. Entonces me habló en un tono distinto, un tono serio en el que nunca me había hablado: «Olga, tesoro, tú lo mereces todo, tú eres mi princesita, mi luz, mi sueño, mi vida. Deja que te lo ponga». Me incorporé y me ayudó a cerrar el broche, colocándose a mi espalda. Yo no había cumplido aún los trece años, pero estaba muy desarrollada y, en el colegio, me decían que aparentaba tener quince o más. «Mírate en el espejo y dime si te gusta».
—Eres una niña deliciosa —dijo mirándome a los ojos, con una sonrisa—. Échate en la cama, tesoro: quiero comprobar que ya te encuentras bien del todo. Me puse encima de las sábanas, sin quitarme el collar, y él me hizo unas caricias para tranquilizarme, luego me besó en la frente y me acarició los labios con la yema de sus dedos. ¡Que manos tan suaves tenía…! Me bajó el pantalón del pijama con mucha delicadeza y sentí una sensación muy agradable: entorné los ojos y me estiré en la cama, mientras él acariciaba mis pechos. Yo no me lo esperaba; de verdad, Berto: te juro que no me lo esperaba. Empezó a pasarme la mano por los muslos sin apenas rozarme la piel, acariciándome las piernas con la yema de sus dedos. Yo nunca había sentido tanto placer y notaba que él estaba fuera de sí. En aquel estado de excitación decía que le encantaba verme disfrutar, y me llamaba golfa. «Yo no soy una golfa, Berto, tú sabes que no lo soy»; y no me gustaba que me lo dijera.