“Barcos de papel” – Capítulo 25 b

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

2.- ¡Vae victis!

Antes de que ella pudiera contestar a sus palabras, Santamaría salió de la habitación sin prestarme la menor atención. Me acerqué a la cama, me senté a su lado, y ella dijo, ocultando con sus manos los ojos anegados en lágrimas.

—A veces es tan cruel… —susurró entre suspiros—.

—¿Cómo permites que te trate así? No se lo toleres. Te trata como a su esclava.

—Siento lo que ha pasado —dijo con enorme desconsuelo—; pero lo quiero tanto…

—Eso no es justo. ¿Cómo puedes querer a un monstruo como ese?

—Sí, lo quiero mucho —exclamó—. No sé qué haría si un día me dejara.

Era tal el desprecio que sentía, que intenté salir de su habitación y acabar con aquel momento tan sumamente desagradable.

—No, por favor, no te vayas. En el fondo me alegro de que estuvieras aquí. De no haber sido por ti, se hubiera puesto a gritarme como un loco. Cuando se enfada, dice que las mujeres somos una mierda, que siempre estamos enfermas y nos quejamos por tonterías. ¿Sabes? A veces pienso que lo más importante de la vida no es el dinero; lo importante es ser una buena persona, como eres tú.

—Precisamente, ahí radica el problema: que las buenas personas, como yo, se enamoran de mujeres, como tú, que nunca nos prestáis la menor atención.

—Berto, no digas eso. Yo te quiero mucho, pero es imposible que tú me quieras.

—Yo te quiero muchísimo. Me pasaré la vida a tu servicio, pero tienes que dejar a Santamaría.

—No digas eso, por favor.

—Necesitas olvidar. ¿Por qué no nos vamos lejos de aquí? Volveremos a ser jóvenes y alegres, volveremos a vivir felices como cuando nos conocimos.

—¿Tú crees que podré recuperarme? A veces, pienso que no volveré a tener ganas de vivir. Aunque pase mucho tiempo, jamás podré olvidar lo que ha ocurrido. Tal vez, el sufrimiento se alivie con los años, o quizás no; eso es algo que no puedo decirte, pero hay heridas que no se cierran nunca, y con el tiempo vuelven a sangrar.

—Por favor, no lo pienses.

—¿Cómo no voy a pensar? ¿Cómo puedo olvidar que arrancaron de mis entrañas a mi bebé? ¡A mi bebé! ¿Qué va a ser de mí a partir de ahora? Berto, por favor, no vuelvas a decirme que lo olvide.

—¡Ese hijo de la gran puta! —grité sin poder contenerme—. ¿Cómo lo permitiste? Mándalo a la mierda de una puta vez. Anda, dime que lo harás.

Se llevó las manos a la cara, y no dejaba de llorar. Intenté cambiar el tono y hablarle del modo más amable que fui capaz, para no remover sus sentimientos; le cogí la mano, disimulé como pude y traté de ser acogedor. Si seguía con aquella actitud, solo conseguiría avivar sus recuerdos. Poco a poco dejó de llorar y se tranquilizó.

—Gracias, Berto. Agradezco mucho que estés aquí conmigo.

—Olga, querida, perdona si te molestan mis palabras, pero comprende que me cueste trabajo aceptarlo. ¿No lo entiendes?

No quise insistir. Cogí su mano, apagué la luz, volví a besar su frente y salí de la habitación.

A partir de aquel día, me propuse ser comprensivo y quitar importancia a su problema. De sobras conocía las razones que la angustiaban; pero, después de ver cómo la trataba Santamaría, no podía entender cómo lo soportaba. Al principio, pensé que sería como un padre para ella; pero jamás hubiera imaginado que fueran amantes. Me había dicho que era inteligente, generoso, divertido… No podía entenderlo. Era indignante seducir a una niña y no acudir a visitarla al hospital, poniendo como excusa a su mujer.

La semana siguiente, Olgaempezó a levantarse más temprano para ir a trabajar. No obstante, yo la veía muy triste; tenía la impresión de que se había abandonado y bebía más que antes. Uno de aquellos días, a eso de las doce de la noche, vino a mi habitación. Llevaba unos pantalones vaqueros que le quedaban anchos y una camisa a cuadros rojos y negros. Por su forma de andar, se le notaba que aún estaba muy débil; pero, a pesar de su extrema palidez, todo en ella era dulce y agradable: el color de su pelo, sus maravillosos ojos azules, el tono de voz, sus manos, su cintura… Me dijo, muy seria, que aquella tarde había ido al clínico para pasar la revisión.

—¿Por qué no has avisado? Me hubiera gustado acompañarte.

—El médico me ha dicho algo de estrechez de pelvis, y un problema de ovarios. Dice también que no está muy seguro y que habrá que esperar, pero que es posible que no pueda tener niños. ¿Lo comprendes, Berto? Nunca más.

No pudo contener su emoción; se echó a llorar como si las lágrimas pudieran expresar los sentimientos mejor que las palabras.

—¡Vaya mierda de vida! No pienses en eso, por favor: bastante has sufrido ya. Lo importante es que te encuentras bien. Olga, no llores.

Encendí un cigarrillo y le ofrecí otro a ella. Para ayudarla a sobreponerse, la intenté convencer de que el pronóstico no era definitivo, que aún era muy joven y no podía dejarse vencer por el desaliento.

—Tienes que calmarte, tienes que sobreponerte a la tristeza.

Me cogió de la mano y me dijo:

—Berto, me siento muy sola. Nunca como ahora he necesitado tanto tomar una copa. Quiero decirte algo que no he contado nunca a nadie.

—Háblame con toda confianza. ¿De qué se trata?

—Al menos tú, quiero que sepas por qué soy así y me comporto de esta forma. Si no te lo contara, tendrías una idea equivocada de mí.

—Olga, yo te quiero tal y como eres.

Hizo un guiño resignado, acercó su boca a mi oído, me besó con suavidad y me dijo en voz baja, como si me invitara a una travesura.

—Vamos a mi habitación. ¿Vale?

Subimos la escalera de puntillas, sacó una botella de ginebra de debajo de la almohada, se echó un trago y me pasó la botella.

—Anda, pruébalo; no quiero beber sola. Ya verás cómo te animas.

—Me tienes preocupado.

Cogí la botella y bebí un poco.

—Berto, quiero que sepas cómo soy en realidad; pero no me mires con esa cara.

roan82@gmail.com

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