Por Mariano Valcárcel González.
Leí un titular sobre declaraciones de la ínclita Pitita Ridruejo que me ha sonado mucho, que dice la pseudovidente que estamos en tiempo del Apocalipsis.
Por mí, allá esta señora y sus collares y sus videncias virginales (que ahora va de especialista en estos asuntos de vírgenes santas y sus variedades universales); que de profecías de tiempos finales está la Historia llena y con las mismas y, en general, felizmente han ido pasando las centurias sin más novedades que las ya sabidas.
Pero es cierto, algo hay en el ambiente y no es invento mío, que se dice en bastantes medios.
La sensación de que vivimos tiempos de cambios, tiempos revueltos (¿para amar?) o precursores de los mismos, la he tenido yo este verano pasado. No dudo que ello fue una apreciación subjetiva y totalmente acientífica, un algo intuitivo que de pronto te asalta, un ahogo (no desahogo) mental. La constatación intangible de que uno vive rodeado de irrealidad, o que uno es en verdad la irrealidad misma.
Quienes hayáis pasado por la Ibiza, por ese maldito Magaluf, o por cualquier zona de movida costera desaforada y bullanguera, tal vez hayáis tenido las mismas vibraciones que yo.
He creído notar la vuelta de “los felices veinte”, aquella época de desenfreno, de vivir la vida al momento, de desentenderse del terror pasado y del terror futuro. Eso me ha parecido a mí, viendo la locura de alrededor de jóvenes y no tan jóvenes, yendo y viniendo como si el día se le escapase de las manos, con tal que la noche se alargue hasta la extenuación, dejando atrás, muy atrás, la verdad de la noche negra en que se ha convertido la actualidad.
Sí, podríamos hacer paralelismos.
Así que la beatífica Pitita puede sentir como reales las apocalípticas profecías de sus miedos (reinterpretados como visiones piadosas), porque es verdad que el mundo en que ella vivió se encuentra amenazado. Porque los tiempos cambian y lo que parecía inmutable ya no lo es; y lo que algo representó ya no representa nada.
En mi pueblo, siendo yo chiquillo, había familias “de las de siempre” para las que, en apariencia, la primera parte del siglo veinte no había existido. En concreto, había una señora que vivía en mansión de patio grande y con fuente en el centro y puerta accesoria en la calle de atrás, que hasta tenía un cura exclusivamente a su servicio (me figuro que el cura estaba encantado con su situación, a mesa y mantel); para esta mujer, los cambios que se imponían no debieron existir o los interpretó gracias a su capellán como apocalípticos; pero lo cierto es que, muerta ella, todo se vino abajo, capellanía, morada (convertida en insulsos pisos), linaje… como otras familias ubetenses y de tantos pueblos españoles. Todas cayeron.
Pues ya lo vemos. Ahora no caen las grandes o medianas familias de antaño, pues se subvirtió aquel orden para siempre (pese a quienes ahora luchan por resucitarlo); es que ahora cae el orden que les sucedió. Lo que se había conseguido montar para lograr un nuevo orden que se pretendió más justo y equitativo, más universal y democrático, se está desestructurando, se está cayendo ante nuestros ojos sin que, en apariencia, lo podamos evitar y sin que, también en apariencia, lo queramos ver. Y en ello estamos.
Es por lo que escribo. Por lo que he sentido este verano. Por la sensación tan cruel y desazonadora de que se pasa de todo, se olvida todo, se va a lo inmediato, a lo que se pueda alcanzar y disfrutar que mañana Dios dará. Me abruma.
¿Estamos al final de una era?
Habría que temblar. Los finales de eras, de épocas, casi siempre se han resuelto traumáticamente; esa transición nunca ha sido fácil ni gratuita. ¿Por qué habría de serlo ahora?
¿Tenemos líderes para evitarlo, o, por el contrario, los líderes actuales son los detonadores de todo…? Me da que la respuesta está explícita en el mismo final de la pregunta.
La cuestión del liderazgo parece ser que hay que dejársela interpretar al ex presidente González, líder en efecto que fue, pero que tiene muchas caras y espejos en las que detenerse a mirar. Hay o ha habido líderes por sí mismos y líderes aceptados a la fuerza (este tipo creo que para el ex no serían verdaderos líderes, dada su imposición a la fuerza). Así que, en la actualidad, podremos decir que líderes a lo clásico no existen frente a los países más relevantes de la esfera internacional; pero, en consecuencia, pudiese ser que algunos que aspiran a serlo intenten alterar los equilibrios necesarios para, ante la inestabilidad y el caos, erguirse como líderes salvapatrias y luego regidores del nuevo estado de cosas.
Es vieja historia.
No quiero caer en el pesimismo profético de lo inevitable, pues el futuro todavía no está escrito y evitarlo o alterarlo todavía es posible. El futuro se construye con el material inestable del presente, consolidado con la argamasa del pasado; pero no debe ser nunca mera copia de lo ya hecho, porque entonces no es futuro. Así que la esperanza en lo mejor pudiera ser el plano sobre el que erigir ese futuro esbozado.