La carta – 1

Por Jesús Ferrer Criado.

Cuando a principios de 1955 murió mi abuelo Eduardo, mi madre heredó su cortijo de la carretera. Yo tenía, en aquellos entonces, doce años. De pronto me encontré con un amplísimo espacio para jugar y un área inexplorada para ejercer el viejo deporte infantil de corretearlo todo buscando como sabuesos cualquier cosa por tonta que fuera que nos llamara la atención. La finca tenía unos bancales de regadío donde sembraban cereales, un montón de árboles frutales, parras, almendros, granados e higueras mayormente y unos cerros alrededor que eran lo más interesante para nuestro joven espíritu aventurero, el mío y el de mi hermano.

Con Toby, el perro del cortijero, mi hermano menor y yo subíamos y bajábamos cerros espantando lagartijas y levantando piedras en busca de alacranes o lo que saliera. Pero lo que abundaba eran casquillos de cartuchos oxidados ya, de los frecuentes cazadores que en su tiempo pateaban esos cerros buscando conejos. Se veían en el terreno las madrigueras, agujeros característicos que pronto aprendimos a identificar y donde invariablemente hurgábamos sin dejar ni una, buscando sin saber qué.

Nuestra fantasía nos instaba a encontrar un tesoro o el plano para dar con él; o por lo menos una cartera con dinero, pero no. La realidad era más modesta: medio periódico de hacía cinco años, una maquinilla de afeitar medio deshecha. También chapas de botella, huesecillos, latas de sardinas oxidadas, “camisas” de lagarto, vidrios…

Bromeando, nos imaginábamos explicaciones más o menos estrambóticas y seguíamos explorando, él por un lado y yo por otro.

—¡Aquí hay otra! ¡Y tiene cosas dentro!

Mi hermano se me había adelantado y estaba tirado en el suelo y metiendo el brazo en un agujero.

—A ver, a ver —corrí hasta donde él estaba—.

Liado en un trapo, y bastante hondo al parecer, había un sobre amarillo, arrugado y casi deshecho, que mi hermano abrió con enorme curiosidad. Contenía una hoja de papel escrita a pluma y muy borrosa por la humedad, pero donde aún se podía leer: Querida …sa, …si no fui a verte… padre quiere… …a Madrid ahora…. quisiera… yo… imposible. Dime tú si… Con todo… iño. Gabriel.

—¡Vaya tontería! Una carta de novios en una madriguera —comentó mi hermano decepcionado—.

—Oye, a lo mejor es su mujer. Puede ser “querida esposa”, ¿por qué no?

—¿Pero cómo va un hombre a dejarle una nota a su mujer en un agujero de la sierra?

El pequeñajo tenía razón. Me había metido un gol por la escuadra. Asentí de mala gana: evidente. Yo alisé el papel con la mano y lo guardé en el bolsillo. Siempre me han llamado la atención los escritos perdidos y las llaves. Es absurdo, lo sé, pero no soy capaz de pasar ante una llave del suelo y no recogerla. La cojo y mirándola me pregunto a qué cerradura, a qué puerta, a qué secreto pertenecerá. Me cuesta desprenderme de ella. Ese trozo de papel también escondía un secreto, estaba seguro, si no ¿por qué esconderlo en una madriguera en mitad de un cerro?

Cuando llegué a casa, metí el sobre en la lata de mis cosas donde guardaba tres recordatorios de mi primera comunión, el cordón dorado del traje, una navaja multiusos y dos insignias de solapa del Real Madrid. Pero me quedé con los nombres: Gabriel y …sa. ¿Quiénes serían esos dos, suponiendo que“ …sa” fuera una mujer? Decía “querida …sa”.

Aquel verano disfrutamos de nuestra nueva propiedad y del perro. Toby resultó ser un compañero de juegos estupendo que además participaba de nuestra afición y hurgaba por su cuenta, ansioso de ofrecernos algún hallazgo interesante. Como nosotros le traíamos de casa la mejor comida que encontrábamos la amistad resultó beneficiosa para los tres.

Pero al cabo de unas semanas ya no quedaban madrigueras ni huecos que explorar y nos fuimos olvidando de la nota y de todo lo demás. Además, mi padre empezó a encargarnos algunos trabajillos, cada vez más, y con el tiempo mi hermano y yo nos fuimos hartando de cortijo. Cuando a los pocos años lo vendió sentimos un gran alivio.

Muchos años más tarde, a mediados de los ochenta, tomé yo el tren en Baeza dirección Almería y me acomodé en un departamento de primera clase donde ya, sentado junto a la ventanilla, se encontraba un caballero de unos setenta años, con traje blanco, sombrero de panamá, pajarita y gafas doradas. Aunque en su mano izquierda sostenía doblado el ABC de Madrid, su aspecto sugería más el de un ciudadano inglés. Nuestro vagón iba medio vacío y en nuestro departamento sólo íbamos él y yo. Corrí la puerta y me ilusionó pensar en un viaje tranquilo después de una mañana agotadora.

Cuando hube colocado mi maletín en la repisa que había sobre mi asiento, me senté justo enfrente del caballero de blanco y lo saludé con respeto y una media sonrisa:

—Buenas tardes, señor.

Él inclinó la cabeza y sonrió educadamente pero siguió mirando por la ventanilla.

Yo, después de entornar los ojos unos minutos para descansar la mente, saqué mi paquete de cigarrillos y me dispuse a encender uno, no sin antes ofrecerle a mi compañero de departamento que declinó con un gesto y una sonrisa. Por su parte él, sentado en el sentido de la marcha, no perdía detalle del paisaje, los inmensos olivares, como si lo viera por primera vez.

Cuando salimos de la estación de Moreda, donde el convoy se bifurca, unos coches para Granada y otros para Almería, dejé el cuaderno de crucigramas que había cogido para entretenerme y nuestras miradas se cruzaron un instante.

—Veo que usted también va a Almería. ¿Es usted de Almería? —preguntó él, con un agradable acento sudamericano—.

—Sí, nacido y criado— contesté yo con una sonrisa, deseando entablar conversación.

—Yo también soy de acá, pero he estado muchos años fuera. Demasiados. Ahora vuelvo para quedarme del todo.

—Entonces, ¿tendrá usted familia en Almería? —pregunté yo con cierto atrevimiento—.

—Estoy totalmente desconectado. Quizás me quede algún pariente, pero ni siquiera sabría localizarlo. Mi familia era de Castellón y mis noticias son que, en los cincuenta, vendieron lo que tenían y si quedó alguno regresó para allá.

De pronto me pareció un indiano que ha estado demasiado tiempo fuera, haciendo dinero, pero perdiendo todo lo demás. Sentí algo de lástima. También me extrañó que se sincerara de esa manera con un desconocido.

—Disculpe mi grosería, por no haberme presentado —dije yo, alargando la mano—. Me llamo Matías Domenech, abogado.

—¿Matías Domenech? ¿No será usted familia de don Matías Domenech Salmerón?

—Sí. Era mi abuelo paterno.

—¡Qué casualidad! Su abuelo y mi padre hicieron negocios juntos y se llevaban muy bien. ¡Vaya por Dios! Pues encantado; yo me llamo Gabriel Pardeza.

jmferc43@gmail.com

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