Por Dionisio Rodríguez Mejías.
7.- Víctima de su inocencia y su hermosura.
No alcanzaba a comprender la gravedad de la situación, ni tenía serenidad para pensar en las consecuencias.
—Doctor, ¿ella lo sabe?
—Sí; la informamos antes de intervenir, porque aunque el feto aparentaba tener unos tres meses, cuando llegó desconocía que estaba embarazada.
Luego se me quedó mirando y dijo en tono acusador.
—Debería haber previsto las consecuencias de sus actos y pensar que podía suceder una cosa así.
No estaba yo como para indirectas. De buena gana le hubiera dado la respuesta adecuada por la impertinencia que acababa de cometer, pero me contuve.
—¿Se refiere a mí? No estará usted pensando… que soy el responsable.
Me miró con cara de sorpresa y, a partir de aquel momento, adoptó una actitud más amigable. Por un momento, lo vi todo claro: el culpable de la situación era Santamaría. No podía ser otro. ¡Qué tío tan sinvergüenza! Poco a poco aumentaba mi odio hacia aquel miserable. Ya me extrañaba a mí tanto interés por una pobre recepcionista que no tenía ni el bachiller elemental. La repugnancia y el horror me quemaban por dentro Al verme en aquel estado, el doctor me cogió por el brazo, me tranquilizó y me ofreció su ayuda.
—Por favor, tienes que estar sereno. Ahora lo importante es que ella se recupere lo antes posible. ¿Podría decirme quién es usted y por qué lleva aquí toda la noche?
—Somos amigos. Vivimos en la misma pensión. Pero, ¿cuándo calcula que se pondrá bien y nos podremos ir?
—Hoy estará ingresada todo el día, y si no surge ningún contratiempo, como espero, mañana le daremos el alta, y dentro de quince días tendrá que volver para observar la evolución.
Lo que yo pasé la noche aquella no se lo deseo ni al peor de mis enemigos. ¡Cómo me latía el corazón! Olga tenía los ojos cerrados, como de haber llorado, y yo no me atrevía a hablarle, por miedo a despertarla. Cuando la enfermera le quitó la mascarilla, abrió los ojos, me miró y, al ver que estaba a su lado, noté en su expresión un rayo de entusiasmo. Parecía más frágil y más débil, pero ‑a pesar de su mal color‑ la belleza le salía por los ojos. Su cara parecía de cera, con una palidez que resaltaba más, en contraste con su pelo tan dorado. Me senté a su lado, le cogí la mano, ella movió ligeramente la cabeza, y su melena se desparramó sobre la almohada. No quiero decir lo que sentí al verla en aquella situación. Me acerqué a ella y le dije al oído.
—¡Olga! ¡Olga! Soy yo…, Berto.
Se revolvió en la cama y, al verme a su lado, dijo con voz muy apagada:
—¿Estás aquí?
—Sí; estoy aquí, contigo. ¿Quieres algo? ¿Te duele todavía?
—Diles que me traigan una manta. ¡Tengo mucho frío!
—Es normal —aclaró la enfermera—; se debe a la reacción de la anestesia.
La tapó con la manta, apagó la luz y salió acompañada del doctor, que me estrechó la mano al despedirse.
—No se preocupe. Ahora está tranquila. En caso necesario, llame al timbre y vendrá una enfermera.
Olga sacó el brazo y me cogió la mano, entrelazando sus dedos con los míos para que no me alejara de su lado. La estuve acariciando y besando su pelo hasta que se durmió. Recordaba cuando decía que su jefe era un hombre inteligente y bondadoso. ¡El muy hijo de puta! Todo el odio, todo el desprecio del mundo se concentró en mi pecho. Se me revolvía el estómago, al recordar la tarde que me trató como a un lacayo, mientras hablaba de llevarla a la ópera y visitar las boutiques de Milán. En aquel congreso, debió de suceder ¡Qué tío tan despreciable! ¡Pobre niña! Había confiado en él como una ingenua, y ahora estaba en la cama de un hospital, víctima de su inocencia y su hermosura.