Por Fernando Sánchez Resa.
Era tal el gozo que sentía, que no pude dormir aquella noche. Aún no me había levantado cuando alguien me espera para saludarme. Es un páter muy simpático, capellán de la columna motorizada, que pronto ha de partir. Charlamos animadamente durante un buen rato, aunque habla escasamente el español, y afectuosamente se despide.
La mañana la pasé en casa. A la tarde me visitó un sacerdote valenciano (recién salido de la cárcel) que había concertado su traslado a Toledo con un teniente italiano. Veo la ocasión propicia para marcharme con él, cuando la superiora de las hermanas del Hospital intercede por mí y, gustoso, accede ante mi condición de sacerdote… Arreglado el asunto, al atardecer, una camioneta nos espera a la puerta. Subimos a ella, habiéndome dejado en el cuartel todas mis cosas, excepto lo puesto. La marcha es lenta, pues hay gran cantidad de cañones y camiones que siguen a la tropa. Y, a las once, ya estábamos en la plaza de Zocodover. Tras dar las gracias al teniente italiano, buscamos el convento de los carmelitas. Al encontrarlo, nos damos cuenta de que está destrozado y de que los padres solamente disponen de las celdas justas para ellos, en el edifico anejo a la iglesia. Por eso, nos hospedan, con gran caridad, en casa del médico de la comunidad, don Emilio González Orús. Allí nos dan de cenar leche y galletas, nos permiten bañarnos (quedándonos como nuevos) y nos regalan una muda completa a ambos.
El sacerdote que me acompañaba encontró, en aquella casa, a un sacerdote conocido, que estaba de secretario de la Curia, quedando instalado con él. Siempre agradeceré a aquellos buenos padres (y especialmente al padre superior Anselmo) que me instalasen en una pequeña celdita en el convento hasta que pudiese trasladarme a otro sitio. ¡Dios se lo pague…!
Entré a la iglesia, por primera vez, para agradecer a la santísima Virgen del Carmen la singular protección y amparo que había tenido conmigo mientras estuve en la España roja. ¡Y todo eran lágrimas…, sin poder articular palabra alguna…! ¡Era tan intensa la emoción que experimentaba al estar de nuevo en su templo y ante su dulce presencia…! Cada vez que miraba a su camarín, mis ojos se inundaban de un llanto agradecido a mi cariñosa y celestial Madre…
Desde allí, escribí a mis ancianos padres y a mi hermano de Córdoba, explicándole mi situación y pidiendo lo notificase al R. P. Provincial. Al no recibir respuesta, tomé la firme decisión de irme para Úbeda. Saqué el salvoconducto y no tenía más combinación que irme por Madrid, pues desde Toledo no me lo permitía. Por ello, el 17 de abril, después de celebrar el santo sacrificio de la misa, salgo a la carretera y cojo el primer camión que se me presenta, llegando a Madrid en pocas horas. Al día siguiente, saco el boleto para el expreso de Andalucía que está completamente ocupado, pero me cuelgo en el último estribo de un coche hasta que arranca el tren y me subo al segundo estribo y luego paso a la plataforma, donde permanezco hasta llegar a la estación de Baeza (actualmente Linares‑Baeza). A las diez y media, tomo el tranvía y me presento (por sorpresa) en la casa de mi antigua bienhechora de Úbeda, vestido con mi hábito carmelita. Qué alegría se llevaron, precisamente cuando habían estado haciendo averiguaciones y escribiendo cartas para saber dónde me encontraba. Por voluntad de sus familiares, allí seguí instalado hasta la inauguración del convento. ¡Nunca, nunca podré olvidar tanta caridad, tanta solicitud y tanta buena voluntad! ¡Dios, nuestro Señor, pague como se merece a esta honrada, buenísima y caritativa familia todo el bien que me hizo!
Al día siguiente, salí para ver el estado en que estaba mi convento. Se veían pocas sotanas por la ciudad… Iba orgulloso, luciendo mi hábito carmelitano, tres años después de que me paseasen por estas mismas calles, cuando bárbaramente me iban acuchillando y desangrando, privado de conocimiento y a rastras, pidiendo mi muerte la fiera popular. Ahora la gente conocida no me reconoce, sino que me preguntan por el padre Claudio, convenciéndose solamente por el timbre de mi voz, pues los cuarenta kilos que he perdido desde entonces han cambiado totalmente mi fisonomía…
Otro día se me acerca una señorita y me dice:
—Padre. ¿Se acuerda cómo el día 14 de julio de 1936, a raíz de la muerte de Calvo Sotelo, me dijo usted que vendría una revolución grande y que pensaba ver el fin de la misma?
—Sí, señorita; lo recuerdo perfectamente, aunque no sé a quién se lo dije.
—Pues fue a mí. Ha resultado usted un profeta.
—Tanto como profeta, no; aunque cierto es que participo algo de ello, pues soy hijo de los profetas. ¡Soy carmelita!
Úbeda, 15 de julio de 2015.