Por Jesús Ferrer Criado.
Actualmente el Gobierno, en estos tiempos de jolgorio y despilfarro, ofrece a los jubilados ‑mediante un modesto pago‑ la oportunidad de pasar unos días de asueto en alguno de los numerosos balnearios de nuestra España, alojados en régimen de pensión completa y con el complemento salutífero de algunas friegas, inmersiones, aspersiones, vapores y enjuagues diversos que en su conjunto reciben el nombre técnico de “tratamientos termales”.
Algunos de estos tratamientos responden a apelativos curiosos. Por ejemplo, en el balneario gallego donde he estado este verano había una cosa llamada “pediluvio de contraste”. El inventor del nombre debe ser primo hermano del que llamó al recreo escolar de nuestros hijos “segmento de ocio”. Una lumbrera.
En cierta pared ciudadana leí un graffiti que rezaba: «La masturbación está muy bien, pero f… (haciendo el amor) se conoce gente». Debe de ser entonces como en los balnearios: que aparte de los higiénicos y salutíferos remojos se conoce mucha gente.
El tratamiento que me prescribió la doctora del ramo, el día de la llegada, empezaba cada mañana con un baño de media hora en una piscina termal, de cuyas paredes salían fuertes chorros de agua. Los pacientes nos adosábamos a estas paredes y sujetos a unos asideros recibíamos esos chorros que masajeaban nuestra ya condolida arquitectura produciendo, en teoría al menos, un importante alivio a lumbagos, artrosis, contracturas y demás canonjías de nuestra provecta edad.
Desde el primer día elegí un sitio concreto donde me pareció que los chorros eran más potentes, cualidad que en mi ignorancia asocié inmediatamente a eficacia. Este sitio, que supuse privilegiado, lindaba con el de un señor, ya instalado, al que saludé cortésmente y que durante todo el tratamiento también se mostró fiel a su colocación inicial, de forma que cada día, entrambos dos, coincidíamos, nos saludábamos e intercambiábamos impresiones.
Del usted pasamos al tú y puesto que era mayor que yo le concedí el protagonismo del discurso. Yo hacía un contrapunto discreto que más que nada servía para que él iniciara un tema nuevo. Había viajado mucho, conocía Galicia, y abundaba en recomendaciones para que visitara un sitio u otro, especialmente interesante según su criterio.
El hecho es que cada mañana, después de la preceptiva e higiénica ducha, yo me dirigía a ese lugar exacto de la piscina, para que mis chorros favoritos me devolvieran la ansiada flexibilidad juvenil y allí estaba mi sitio, libre y alegremente espumoso, esperándome. Mi actitud debió ser tan resuelta que nadie osó disputarme la posesión interina de aquella privilegiada zona, de forma que mi idea inicial de poner una placa sobre el bordillo de la piscina, avisando de que aquel sitio y aquellos chorros eran de mi exclusiva propiedad, no fue necesaria.
Frente a nosotros, en una subdivisión de la piscina llamada “pasillo de fleboterapia”, unas doce o catorce criaturas andaban cansinamente una tras otra como asnos de una noria y sumergidos hasta la cintura por un circuito alargado, de cuyo suelo brotaban también unos chorros de agua que masajeaban sus pantorrillas. Hay que insistir en el hecho de que, en los balnearios, el agua, de una u otra forma, es plato único. Nadie hablaba en esa patética reata. Estoy seguro de que el desfile de la Santa Compaña es más alegre.
Mi amigo y yo, a pocos metros del vía crucis, nos contorsionábamos para que los chorros masajearan nuestra anatomía mientras observábamos con cierta maldad la envidia que despertábamos en los “penitentes”. Más de un comentario agridulce, algo inmisericorde tal vez, nos motivó aquella luctuosa estampa.
El paisaje interno del balneario es como sigue: cada bañista sale de su habitación con un albornoz blanco hasta el suelo, que parece un sudario, y se dirige a la zona de baño. En los pasillos, en la escalera, en el ascensor coincide con otras criaturas igualmente tristes y silenciosas. Encontrarse por la mañana temprano un grupo de esa guisa impresiona bastante. No sólo porque lo inmediato es considerarlos enfermos, sino porque los gorros de baño que tapan completamente el pelo sugieren que están recibiendo quimioterapia en plan bestia. O sea, que son enfermos terminales que se dirigen por su pie al tanatorio. Les dices buenos días como si dijeras: «Dale mis saludos a san Pedro».
La edad media de los bañistas superaba según creo los setenta, hombres y mujeres, de forma que aquellos cuerpos semidesnudos de la piscina, desprovistos de afeites, coloretes, adornos y disfraces, eran un espectáculo deprimente. Cada poco, la chica encargada de la piscina decía en voz alta tres o cuatro nombres, para que salieran del agua y se pusieran el albornoz camino de otro tratamiento. Igualmente, cada poco, se incorporaban nuevos bañistas. De esa forma, el número de pacientes no superaba el aforo permitido.
Me comentó con tristeza, mi compañero, la frustrante incongruencia de que la encargada, una joven preciosa, fuera completamente tapada con un uniforme blanco.
—Coño, podrían haber tenido un detalle con los hombres. Eso también es terapia.
El primer día, cuando la chica nombró a los cuatro que debían salir, cumplido su turno, sólo salieron tres. Ella repitió, luego insistió y más tarde se cabreó:
—¡Eusebio Martínez, tiene que salir ya!
La caravana de la noria, como si tal cosa. La chica lo repitió tres veces más y cada vez más alto. En vista del nulo resultado y para que sus gritos fueran más nítidos, paró los chorros del agua, de forma que se hizo un silencio total.
—¡Eusebio Martínez, sé que está aquí, y tiene usted que salir! Por última vez, ¡Eusebio Martínez!
Mi compañero y yo asistíamos divertidos a la escena y a la desesperación de la pobre chica, incapaz de comprender por qué Eusebio Martínez se resistía tan numantinamente a abandonar la piscina. Todos nosotros, expertos lectores de Ágata Christie, sabíamos que ninguna de las siete señoras que estaban en el agua era Eusebio Martínez; así que debía tratarse, sin duda, de uno de los cuatro hombres que aún quedaban en la fila y a quienes miraban las señoras con grave gesto acusatorio. Tres de ellos, mirándose entre sí, pusieron cara de extrañeza que pretendía ser también exculpatoria. Por fin, uno de ellos le tocó en el hombro al cuarto, un anciano delgadito con cara de no comprender nada y al que, simultáneamente, pegó un grito feroz en la oreja derecha. El pobre hombre abandonó el redil avergonzado y la chica conectó los chorros de nuevo. Y es que evidentemente la piscina y el “sonotone” son incompatibles y el sufrido caballero se lo había dejado en la mesita de noche. Esta valiosa lección, completamente gratuita, creo que me será de enorme utilidad en el caso de que me quede sordo y persista mi afición por los balnearios.
Cada mañana, mi compañero solía preguntarme mi opinión sobre tal o cual noticia política que aparecía en el periódico y, casi siempre, coincidíamos en un común asombro, o incluso incredulidad, ante algunos casos y declaraciones. Por lo general, terminábamos con un cierto desánimo sobre la evolución de la situación política y social de España.
Nunca pregunté a mi reciente amigo qué profesión tenía antes de jubilarse ni cuáles eran las dolencias que le habían traído allí, pero su actitud y sus modales, incluso su porte, sugerían haber tenido un puesto de responsabilidad y un buen nivel social. (En el IMSERSO, en teoría para gente humilde, hay mucho infiltrado con un mercedes en el parking). En cuanto a sus dolencias, me confesó que eran gananciales, o sea que la necesitada de friegas y pediluvios era su esposa que, mire usted por donde, formaba parte esencial de la cuerda de penados que teníamos enfrente.
Por mi parte, simpaticé pronto con él. Me interesaban sus opiniones y gracias a su conversación la estancia en la piscina se me hacía corta. La que mejor recuerdo de sus observaciones, porque me llamó más la atención, fue una aguda sentencia de George Bernard Shaw que yo desconocía y que él formuló así: «La democracia es el proceso que garantiza que no seamos gobernados mejor de lo que nos merecemos».
Pensándolo bien, eso lo explica casi todo.