Por Dionisio Rodríguez Mejías.
1.- Promociones Vilanova.
Aquella semana, el tribunal del Consejo de Guerra celebrado en Zaragoza dictó sentencia por el atentado contra el Consulado de Francia en la capital aragonesa. El fiscal había solicitado pena de muerte para tres de los procesados; pero, al final, le cayeron treinta años de prisión a todos ellos, excepto a uno que fue absuelto.
—Ese es el que los ha vendido —dijo “El Colilla”—.
Barcelona amaneció con un cielo de color azul, limpio y transparente. Los jardines se habían cubierto de un amarillo radiante y el dulce aroma de las mimosas inundaba el aire de la ciudad. Las mimosas son como un rayo de sol en pleno invierno, que anuncia la llegada de la primavera. Probablemente, Serrat pensaba en las mimosas cuando cantaba aquello de que a los veinte años sentimos cómo nos hierve la sangre. Durante toda la mañana, lució un sol radiante; pero, a eso de las seis de la tarde, empezó a lloviznar de una forma lánguida y tristona. Hubiera preferido ir a bailar o al cine, pero no tuve más remedio que ceder a los deseos de Roser y asistir al acto de entrega de llaves, al que su padre nos había convocado con varios meses de antelación.
Habíamos quedado en vernos en La Oca, a las siete y media y, desde allí, fuimos hasta el hotel Montesa, en la calle Loreto, donde se celebraba la reunión. Roser estaba guapísima: llevaba un pantalón acampanado de color claro; unos zapatos de medio tacón; una camisa muy abierta; una cadenita de plata y una chaqueta corta, con flores azules y amarillas. Yo tenía veintiún años cumplidos y ella era un año mayor.
Hacía seis meses que el señor Vilanova había reservado la suite San Remo; hecho que demuestra su innegable carácter previsor. El acto comenzaba a las ocho de la tarde y llegamos puntuales a la cita. Cruzamos el vestíbulo y subimos por la escalera hasta un salón enorme, decorado al estilo de los sesenta. Todo estaba tal y como Vilanova lo había planificado: centros de flores con velitas encendidas, mesas engalanadas con manteles de hilo de color crudo, y sillas tapizadas en tonos salmón para contrastar con los manteles. Las paredes estaban llenas de fotografías ampliadas ‑en blanco y negro‑, con perspectivas del edificio de viviendas, y los detalles más significativos de los acabados del piso piloto, amueblado y decorado por la interiorista de la empresa.
Hasta aquel día, Promociones Vilanova (PROVISA) solo había entregado dos bloques de viviendas: el primero en la calle Mora de Ebro ‑en el barrio del Carmelo‑, levantado a medias con un albañil recién llegado de Extremadura; y el segundo ‑este ya por su cuenta, con personal subcontratado‑ en la calle Virgen de los Desamparados, en el popular barrio de la Torrasa. En total, veinticuatro viviendas sin ascensor, y cuatro locales comerciales cedidos en permuta a cambio del solar. Un pequeño negocio con jugosos beneficios gracias a los desvelos de Vilanova, presidente y motor de la compañía.
No obstante, por la ostentación publicitaria desplegada ‑displays con fotos de grúas, estructuras metálicas, soldadores, carpinteros, electricistas… luciendo en la ropa de trabajo el logotipo de la empresa‑, uno tenía la impresión de que PROVISA tenía un volumen de negocio comparable al de las principales promotoras inmobiliarias del país. También había contratado ‑por medio de una agencia‑ a tres azafatas uniformadas con traje de chaqueta negro, y zapatos de tacón alto; cuatro camareros vestidos de esmoquin, y un fotógrafo profesional, barbudo y desaliñado, con pinta de jipi. Cuando llegamos al salón, Roser intentó que fuéramos a saludar a sus padres, pero no lo conseguimos porque, en aquel momento, Vilanova se deshacía en atenciones con unos clientes, que acababan de llegar. Yo ‑lo digo con franqueza‑ no sabía qué hacer ni qué pintaba en medio del festejo. A los diez minutos ya estaba dándole con el codo a Roser y preguntándole en voz baja.
—¿Quieres decirme qué coño hacemos nosotros aquí?
Ella, aguantándose la risa, me tapaba la boca con la mano.
—Alberto, por favor, que te van a oír.