75. En Ocaña

Por Fernando Sánchez Resa.

Acabamos de tomar el rancho del mediodía y nos instan a prepararnos para marchar a nadie sabe dónde. Sabiendo cómo va la guerra, intuimos que a la retaguardia. Estamos a 11 de marzo de 1939. Llegan los camiones y, en alocada carrera (que por suerte no nos despeñan o chocan con otros vehículos), vamos transitando entre densas nubes de polvo por desastrosas carreteras que nos llevan hacia el sur. Atravesamos Chinchón y Colmenar de Oreja, sin detenernos, hasta que, a media tarde, llegamos a Ocaña.

Esta ciudad era la capital de Toledo en la España roja, pretendiendo presentar un aspecto aristocrático de la vida oficial. Todas las iglesias se habían convertido en cuarteles y el Hospital de sangre estaba instalado en el famoso Penal. El resto de la población mostraba su aspecto pueblerino, a excepción del hermoso lavadero (al ser una construcción antigua), que tenía abundante agua.

Las fuerzas armadas son colocadas en casas y conventos; nosotros, en los últimos camarotes de una casa grande (que también servía para Oficinas de Obras Públicas), situada en el paseo principal. Disponía de un gran patio (casi destrozado) y un portón a la calle, frente al convento de las Carmelitas Descalzas, donde se encontraban instaladas las fuerzas del parque móvil.

Como el frío era intensísimo, yo seguía sintiéndome mal por culpa del dolor del costado derecho, pues casi ni podía toser, por lo que me pasaba días enteros tomando el sol (incluso paseando por la carretera de Aranjuez) o en la cama. Al ser de la plana mayor, no tenía que presentarme a pasar revista cada noche y me acostaba a la hora que quería, para dormir entre mis mantas…

La comida seguía mal o peor que antes, pues el rancho era escasísimo. Ahora, la mayoría de los días nos daban secos y duros guisantes en lugar de lentejas, que sólo teniendo mucha hambre se podían comer. Seguíamos muertos de hambre y con gran debilidad, pues, a pesar de tener mil pesetas en el bolsillo, no había nada que poder comprar en el pueblo, a excepción de un poco vino, pero siempre valiéndose de los carnés de algún sindicato rojo. Entonces me acordaba de lo que decía Jeremías de los pequeñuelos de la ciudad santa: Petierunt panem, et non erat qui frangeret eis (“Pidieron pan y no había quien se lo partiese”; Lam. Jer. IV-4).

Al oír por las radios rojas el fracaso de la intentona comunista y las intenciones de la Junta de Defensa de firmar “una paz honrosa”, abrigábamos la esperanza del cercano fin de la guerra…

Úbeda, 13 de julio de 2015.

fernandosanchezresa@hotmail.com

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