Por Jesús Ferrer Criado.
Cuando reducimos los regímenes autoritarios a sus componentes primordiales, nos encontramos que uno de ellos, esencialmente injusto; es la desproporción entre deberes y derechos que sufren los del estrato inferior. Un corolario de esta ratio es también su diferente grado de exigencia, pues los deberes están claramente definidos y sus sanciones rigurosamente estipuladas, mientras que los derechos tienen una entidad precaria y sujeta a la benevolencia e interpretación del superior.
Esta estructura social podría denominarse paternalismo, cuando es tolerable y termina favoreciendo la felicidad (?) del subordinado a costa de su libertad; y se llama tiranía en su grado más abusivo y odioso. Como es natural, hay una gradación entre ambos extremos dentro de la que caben infinidad de situaciones. Además, cada estructura pasa por fases más o menos rígidas según las circunstancias.
Recuerdo perfectamente al padre Rafael Sánchez S.J., nuestro viejo Prefecto, con gesto amenazador, dirigiéndose a la Primera División: «Este colegio no es una democracia, es una jerarquía». Venía a cuento de una pequeña rebelión nuestra, que no recuerdo exactamente.
En los años cincuenta del siglo pasado, no sólo España en su conjunto estaba sometida a un régimen político autoritario, sino que el autoritarismo invadía toda la sociedad: religión, familia, escuela, trabajo, actos sociales… Lo ya dicho: muchos y estrictos deberes, pocos y etéreos derechos. Y la deseable buena voluntad del de arriba.
Todo estaba sujeto a reglas y los niños, nosotros, mucho más.
Los hijos, ¡y las hijas, sobre todo!, se relacionaban según directrices paternales. Los noviazgos eran rituales vigilados por todo el pueblo, presto siempre a descalificar cualquier desviación del canon y cuyas consecuencias podían ser terribles.
Dentro de la familia, los castigos corporales eran la norma: la zapatilla de la madre o la bofetada del padre, cuando no la correa. Tener a los niños “derechos como una vela”, era un blasón, un mérito familiar, fueran cuales fueran los métodos.
En la escuela primaria, la regla o la vara formaban parte del mobiliario. Raro era el maestro que no las usaba todos los días. Las ocasiones en que, en el bar o la plaza, padre y maestro se encontraban, eran para que éste recibiera instrucciones del tipo: «…y usted, don Antonio, no se corte; si el niño se merece una torta, dele dos, que yo le completaré en la casa. A éste hay que llevarlo bien derecho».
Era difícil llegar al final del día sin un “morrillazo”, un tirón de orejas o un coscorrón; y eso, los días buenos. La violencia contra los niños estaba institucionalizada.
(No quiero referir aquí el drama tremendo de los niños obligados por la miseria a trabajar desde pequeños en el campo, o guardando ganado, o recogiendo estiércol por la calle, o mendigando. Aunque parezca mentira, me estaba refiriendo a un cierto status: los niños que podían ir a la escuela, que entonces eran casi “niños bien”).
Desde el púlpito, el señor cura regañaba cada domingo a la feligresía y no tenía reparo en intervenir en la vestimenta de las señoras, en la programación cinematográfica o en la forma de divertirse de la juventud, viendo pecado en todo y, en consecuencia, poniendo trabas o prohibiéndolo.
Pues bien, en un momento determinado de esa década de los cincuenta, nos encontramos de pronto, ingresando en el internado de Úbeda. Para muchos, es la primera salida de casa: tal vez un largo viaje en tren, que es en sí una odisea. Niños con maletas de cartón ‑donde las madres con infinito amor han puesto ropa nueva, algo mejor que la habitual para que no se diga‑, encargados a la custodia de algún veterano, sólodos años mayor.
Y nosotros, los del palmetazo ritual por no saber algo, los de la hora de rodillas por pelearnos o por llegar tarde, los del bofetón por derramar el tintero u olvidar el libro, nosotros, a primeros de octubre, entramos tímidos y apabullados en la explanada de un colegio inmenso, el edificio más grande al que hemos entrado nunca, donde no sabemos qué nos espera. Y allí, allí mismo, se está construyendo además una iglesia enorme, casi una catedral.
Desde el primer momento, la disciplina es rigurosa. El silencio ocupa ¡casi veintidós horas! de cada día, excepto sábados y domingos. Desayunar en silencio, comer y cenar en silencio… Seriedad total. Romper el silencio puede ser una falta grave según donde…; y una risa a destiempo, peor. Nos desplazamos, en filas, a la capilla, al comedor, al estudio…; siempre en ordenadas y silenciosas filas.
Dormíamos aislados y encerrados en habitáculos espartanos, sin luz propia, que más parecían celdas de castigo; y vigilados cuidadosamente.
Las camarillas representaban mejor que nada el desvalimiento del niño de once años, que ‑todavía, anteanoche‑ le daba un beso a su madre antes de acostarse y ahora la ve lejanísima, como si hubieran pasado meses. Acurrucado entre las sábanas y con lágrimas en los ojos, la llama en silencio. Pero debe intentar dormir, porque un timbre lo va a levantar antes de que salga el sol.
El tiempo libre no existe. Misas, meditación, rosario, novenas, vía crucis, rosarios de la aurora, mes de mayo, vigilias, ejercicios espirituales, estudio, clases, gimnasia…
En las salidas al pueblo, sólo los domingos, vamos en grupo y al cargo de un inspector.
La sobriedad de las comidas tiene un complemento precioso en el frío que no logras quitarte, porque en todo el colegio no hay una estancia cálida, ni aula, ni capilla, ni dormitorio, ni comedor. Aprendes qué son los sabañones.
El desvalimiento puede ser absoluto. Cruzarse fugazmente con un paisano, que te sonríe o te hace una señal con la mano, puede ser el consuelo del día y se lo diremos a la familia en la siguiente carta.
Efectivamente, lejos de la familia, la relación de paisanaje adquiere una gran importancia afectiva. Nos arropa como no lo volveremos a sentir hasta que nos lleven a la mili. Además de paño de lágrimas, los paisanos comparten noticias del pueblo, recuerdos y nostalgias. Los más veteranos animan a los novatos. Como en la mili.
Al poco tiempo, quizás para Navidad, te aclimatas relativamente, te adaptas o te resignas y tus preocupaciones son las notas. Calificaciones cada quince días. La presión del estudio es tremenda y ya te han advertido que tres suspensos en junio son la expulsión. Todo este frío en vano y para nada.
La parte buena, aunque entonces no lo sintiéramos así, era que nos estábamos educando en el esfuerzo, en el sacrificio, en el trabajo organizado, en la convivencia. Y no te daban un tortazo porque sí ni porque no. O sea que el profesor no pegaba, ¡menos mal! La disciplina era durísima, pero racional e igual para todos. Y no había reglazos ni humillaciones. Cuando en Navidad volvimos a casa, éramos otros. Lo comprobamos con nuestros hermanos, con nuestros amigos que nos miraban con admiración y un punto de envidia, porque se nos veía más formales.
¡Y teníamos tanto que contar! Todo era muy distinto al pueblo, y el estudio (aprendimos la palabra asignatura) no se parecía en nada a la clase de don Antonio.
Pero nos estábamos haciendo ‑estábamos empezando a hacernos‑, hombres de provecho para el día de mañana. Ése era nuestro consuelo.
La religión, cuya práctica formaba parte de la disciplina, era también parte del consuelo. La meditación y la oración diaria llegan a imbuirte el sentido de Dios y de la Virgen: la Virgen del Colegio, a la que ofreces tus esfuerzos y penalidades. Las cartas de tus padres ‑casi siempre la madre‑, una experiencia inédita para la mayoría, nos han traído estos meses recuerdos y cariños que en la distancia apreciamos más. Las cartas son el cordón umbilical que nos une a los nuestros.
Algunos reciben carta no sólo de sus padres; también de abuelos y tíos. Los envidiamos, sobre todo cuando contienen una peseta de papel, quizás un duro, que el beneficiado agitaba gozoso delante de nuestras narices.