Por Dionisio Rodríguez Mejías.
3.-Las luces y las sombras del amor.
No hay persona en el mundo que no presienta el daño que le pueden hacer por culpa del amor. Es una señal de alerta, un aviso de que determinada relación puede resultarnos peligrosa. Es una intuición inexplicable, que nos advierte de que cierta persona no es compatible con nosotros. Seguramente, las sospechas de Roser hacia mí se parecían mucho a los recelos de Olga hacia Santamaría y a mis propias dudas sobre el amor de Olga. Y no era solo por Santamaría. Me refiero a las capas más profundas del sentimiento. Al pánico de sentirme arrastrado hacia un amor tormentoso y diabólico, atraído por la fuerza de una pasión destructiva, que me condujera a la perdición y pusiera en peligro mi vida y mi futuro.
¿Quién no ha mentido por egoísmo alguna vez? ¿Quién no ha cerrado los ojos ante alguien que nos brinda afecto y bienestar? ¿Qué significaba Roser para mí? No era capaz de renunciar a su cariño, ni estaba dispuesto a apartarme de ella. Me encantaba su porte, su delicadeza, su bondad, su ingenuidad, su elegancia y el olor infantil de su pelo y su piel. Era excitante su forma de besar y comprobar cómo me amaba. Era dulce, sensible, natural, incapaz de hacerme ningún daño. Pero lo mejor de todo era que, bajo su apariencia de no haber roto un plato en su vida, era ardiente, fogosa y apasionada. Cuando, antes de empezar, me colocaba a su espalda y la besaba en el cuello con suavidad, me transportaba al paraíso. Su lengua se hacía un nudo con la mía y se encendía de tal forma que, alguna vez, llegué a temer que llegara a perder el sentido.
Yo era un pobre muchacho sin experiencia, que intentaba satisfacer mis instintos; pero, sobre todo, procuraba que ella quedara complacida y satisfecha. ¿Es eso amor? ¿Estaba enamorado? Nunca he sabido responder a esta pregunta; pero, en el enrevesado mundo de los amores, todos reconocemos alguna sombra de la que nos sentimos avergonzados.
Hacía un día espléndido y había poca gente por la calle. Cuando regresé a la pensión, me dijo Catalina que había llamado Olga, diciendo que al día siguiente regresaba de Milán. Al oírlo, me estremecí. ¡Qué rápidos pasan los días felices de la juventud! Ya había transcurrido una semana desde que se marchó. Limpié la jaula de Pajarito, le puse agua y comida, lo llevé a su habitación y lo dejé encima de la mesita para que, a su regreso, lo encontrara en donde lo dejó. Al verse allí de nuevo, se dio a olisquear el aire y a ordenar sus recuerdos por el olfato. No sé si pudo presentir que Olga regresaba; pero se puso a pegar tan desaforados saltos, que comprendí, con absoluta claridad, que además de buen amigo, aquel animalillo era sensato y muy inteligente.
Yo también echaba de menos hablar con ella, que me alegrara el día con su sonrisa; decirle que la quería como no había querido a nadie en la vida; que me gustaría amarla día y noche hasta caer agotados; y que, si se olvidaba de Santamaría, nos esperaba un futuro de ensueño. A veces, en mitad de la noche, me parecía oír música en su habitación, me despertaba y, al ver que no era cierto, me sentía tristón y no me podía dormir. Me ponía a darle vueltas a la cabeza y la imaginaba en Milán, riéndole las gracias al viejo y entregada a él. Me levantaba, encendía un cigarrillo ‑indignado conmigo mismo‑, me sentía culpable y odiaba a Santamaría con toda mi alma. Los maldecía con el pensamiento, los consideraba culpables a los dos, y sentía un morboso sentimiento de venganza y la quemazón terrible de los celos. Hubiera querido verlos sufrir con el mismo dolor que a mí me atormentaba: perdía el control y no podía contener la espiral de una angustia desesperante. Luego decidía tener paciencia, esperar el desenlace y, mientras tanto, divertirme con Roser, sin tomar decisiones radicales. Era fácil pensarlo, pero vivir de aquella manera no era vivir.