“Barcos de papel” – Capítulo 21 e

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

5.-Aquel hombre receloso y detestable.

Estuvimos hablando hasta que, a eso de las seis, llamaron a la puerta.

—Olga, tesoro ¿Estás preparada?

Se me paró el corazón. Era la voz de Santamaría. Ella me miró asustada; y él intentó disimularlo; pero, al verla sentada en la cama y a mí a su lado, le cambió el color. Aparentando una gran serenidad, examinó cada detalle de la habitación. Noté una gran inquina en su mirada y un sarcasmo evidente, cuando dijo, dirigiéndose a los dos.

—¿Interrumpo algo?

Tras un largo silencio, que se me hizo eterno, le preguntó aparentando cordialidad.

—Tesoro, ¿te queda mucho para terminar? Recuerda que el avión sale a las ocho y media, y tenemos que llegar una hora antes al aeropuerto. ¿Tienes los pasajes y las reservas del hotel?

—No te preocupes —contestó en voz baja—. Ya casi había terminado.

Intentó rebajar la tensión del ambiente y preguntó en tono complaciente.

—Luis, ¿te acuerdas de Alberto? Le decía que me hace mucha ilusión ir a Milán.

—Pues claro que me acuerdo. Hola Alberto. ¿Qué tal? Me alegro de verte —mintió, lanzándome una mirada de manifiesta hostilidad—. ¿Escribes mucho? ¿Cómo llevas la obra? ¿Y tu carrera…, te falta mucho para terminar?

Luego se fijó en el hámster y me preguntó:

—¿Es tuyo?

—No señor.

Olga había dejado de reír. Conocía a Santamaría lo suficiente para saber que, aunque intentara disimularlo, estaba enfadado. Con la cabeza baja, recogió los últimos detalles y los guardó en la bolsa de viaje.

—Déjalo ya, tesoro. No te preocupes. Si olvidas alguna cosa la compraremos allí. He encargado entradas para la Scala. Alberto, ¿te gusta la ópera? A Olga le encanta. Procuro llevarla siempre que puedo.

—Nunca te lo he pedido —dijo ella, titubeante—. A ti también te gusta.

—Eso es cierto; de hecho me apasiona; pero también sé lo que significa para ti.

Se quedó mirándome fijamente y dijo, sin apartar la vista de nosotros:

—Alberto ¿puedes hacernos un favor? ¿Podrías avisar para que suban a recoger el equipaje?

—Lo siento, señor. En esta pensión, no hay maletero.

—¿No? Entonces, no te importará hacerlo tú, ¿verdad? Tengo el coche abajo.

Olga me miró preocupada, sin saber qué cara poner, y a mí empezó a dolerme la cabeza, de rencor e indignación. Cómo me vería, que se me acercó y dijo muy asustada:

—No hace falta, Luis; puedo hacerlo yo.

—Tesoro, ¿no lo crees capaz? —preguntó con sarcasmo, Santamaría—. A mí me parece un muchacho sano y fuerte. ¿Verdad, Alberto?

—Sí, señor —respondí sin mirarle a la cara—.

—¿Lo ves? Y ahora, si no te importa, coge el equipaje. No quiero que Olga se moleste. Cuido mucho de ella; lo digo, por si no lo habías notado.

—No se preocupe, señor. Lo haré encantado.

Bajé el equipaje a la calle; Santamaría abrió el maletero; coloqué con cuidado la bolsa y el maletín junto a su equipaje; me dio las gracias con sarcasmo y yo intenté acortar la despedida, porque aquella situación me resultaba insoportable. Miré a Olga y noté que, a pesar de todo, parecía contenta. Se hizo un silencio tenso y subieron al coche. Cuando se alejaron, faltaban unos minutos para las siete; era esa hora en que los vencejos vuelan a ras de los tejados a la espera de que se enciendan las farolas.

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