Por Dionisio Rodríguez Mejías.
4.- Al cuidado de Pajarito.
Las riñas de la pareja nos servían de distracción. Katia le decía que era un sinsustancia y que bailaba con menos gracia que un albañil; y Balastegui la miraba con los ojos tiernos, y se marchaba a la calle cabizbajo; pero, al poco rato, regresaba y ella, al verlo tan compungido, le sonreía y se mostraba más cariñosa y menos exigente. Tan valiente con los delanteros de los equipos contrarios; y, en presencia de la chica, parecía un monaguillo. Se había acostumbrado a las regañinas y nunca replicaba: bajaba la cabeza y se echaba a reír. La verdad es que aquella chiquilla era más lista que el hambre y tenía unos ojos preciosos. Cuando Katia terminó de hablar, vino Olga a mi lado y me acercó la jaula. Ya me veía cuidando el ratón, mientras durara el viaje.
—Míralo. ¿Verdad que es simpático? Come de todo: pipas de girasol, lechuga, zanahoria, patatas, escarola…
A mí me parecía una barbaridad comprometerme a cuidar el hámster, pero no fui capaz de decirle que no. Protesté sin convicción; le dije que no me hacía responsable del animal, y que pasaría mucho tiempo solo. Olga, muerta de risa, me contestó que estaba segura de que acabaríamos siendo muy buenos amigos.
—Déjale que te huela para que te conozca. Tienes que ganarte su confianza.
—¿Ganarme su confianza? A mí, estos animales me dan asco.
—¿En serio no te gusta? Intenta acariciarle; le gusta mucho que le rasquen; detrás de las orejas es su lugar preferido. Inténtalo y verás cómo le brillan los ojitos.
—No hay quien te entienda. ¿Cuándo empezarás a tomarte la vida en serio? Tú no estás bien de la cabeza.
Pero ella se reía de una manera que convertía cualquier reunión en una fiesta. De sobra sabía que yo no era capaz de negarle nada.
—Llámale por su nombre para que se acostumbre y te coja afecto. En esta bolsa, tienes la comida. Tienes que hablarle con voz muy cariñosa y tener cuidado de no ponerlo en las corrientes de aire, para que no se resfríe. ¿Vale?
Al terminar de comer, subí con ella a su habitación.
—Vamos, ayúdame a hacer el equipaje.
Dejó la jaula encima de la mesita de noche y puso la maleta sobre la cama. Se quitó el abrigo y los zapatos, empezó a sacar ropa del armario y a guardarla en la maleta sin doblar: medias, calcetines, camisas, jerséis, ropa interior… Me llamó la atención que una de las primeras cosas, que guardó en un bolsillo del fondo, fue una petaca de plata forrada de fieltro verde. Pero, antes de guardarla, desenroscó el tapón, olió el contenido y bebió un buen trago. Sonrió, me hizo un guiño muy gracioso y dijo:
—Un día es un día.
Se puso de rodillas en la cama, sentada sobre los talones, con las manos juntas ‑como si rezara‑; y, al verla, no pude resistirme y también me eché a reír.
—Berto, ven a sentarte a mi lado; mira qué gracioso es Pajarito; nunca se cansa de mover la rueda con sus patitas. ¿Tú crees que entenderá lo que decimos? No, no te rías; hay animales más inteligentes que las personas. ¿Cómo te va con esa amiga tuya de la Facultad? ¿Piensas casarte con ella? Anda, cuéntame cosas vuestras.