“Barcos de papel” – Capítulo 21 a

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

1.- ¡Una epidemia!

¡Qué ingenuos éramos! Pensábamos que aquel tiempo duraría siempre. ¿Será verdad que nos robaron la juventud? Lo digo, porque hasta para hacer el amor necesitábamos un certificado. En cualquier pensión de mala muerte, te pedían el libro de familia y el carné de identidad si pretendías pasar la tarde acompañado de una chica. Y claro, para no soportar aquel mal trago y evitarle el sofoco a la pobre, nos arreglábamos en el coche como podíamos, que era bastante mal, si, como era mi caso, tenías un coche de las dimensiones de un Seiscientos.

Pero como suele suceder en las novelas y en el cine, de repente ocurrió algo inesperado. Llegó la píldora y aquello fue una revolución “histórica” ‑como se dice ahora‑. La sociedad se resistió en principio, pero ¿quién puede poner puertas al campo? Por supuesto que lo intentaron, aunque sin éxito. Para evitar que las chicas decentes fueran a las farmacias por su cuenta a comprar la “antibaby”, se extendió el rumor de que su uso podía ser mortal. Se decía que, en Venezuela, mil mujeres se habían quedado calvas por tomar la píldora y que su consumo era más perjudicial que la talidomida. Pero las chicas no tardaron en olerse el engaño y empezaron a alegar desarreglos en el período, para que sus madres las acompañaran al ginecólogo y éste les recetara las pastillas que regulaban el ciclo y evitaban el embarazo. ¡Fue una epidemia!

La pasión es una fuerza tan intensa como el empuje de las olas, y tan inapelable como la ley de la gravedad. Nadie que no haya conocido la intolerancia que sufrimos, podrá comprender la liberación que supuso la píldora para la juventud de aquella época. Roser y yo la inauguramos de forma inesperada, como suele ocurrir en la mayoría de acontecimientos importantes. Fue una tarde que, como casi siempre, estábamos hablando de estudios; le dije que nos habían encargado un trabajo de mercantil, que el tiempo se me había echado encima, y que no sabía de dónde sacar información.

—Vas a tener suerte; me parece que entre las carpetas del año pasado guardo unas anotaciones que posiblemente te puedan ayudar.

Me vio tan preocupado que me preguntó si, a pesar de la hora, estaba dispuesto a acompañarla.

—¿No será un poco tarde?

—No te preocupes; hoy es viernes y mañana no hay que madrugar.

En la casa no había nadie. Me comentó que sus padres habían ido a cenar con unos amigos y llegarían tarde. Mientras ella buscaba los apuntes en su habitación, yo esperé en la salita. No tardó en regresar, se sentó a mi lado, sacó de la carpeta un cuadernillo escrito a mano, y empezó a comentarme algunos detalles, subrayados con rotulador. Eran más de las once cuando oímos a sus padres abrir la puerta. Se asomó la madre, preguntó si necesitábamos alguna cosa, nos dio las buenas noches y dijo que ellos se iban a dormir. Le pregunté a Roser si podía fumar y me trajo un cenicero. Todavía seguíamos hablando de estudios cuando sonaron las doce en el reloj del zaguán. Ella me miró, dijo que era muy tarde, y yo lo interpreté como una indirecta para que me marchara.

Cogí el cuadernillo, me levanté sin prisas y me dirigí hacia la puerta. Antes de abrir me abrazó suavemente ‑como de despedida‑, y luego con mayor intensidad. Como siempre he sido un poco indeciso para estos lances, preferí sujetarme. Más de dos minutos estuvimos abrazados, de pie, junto a la puerta. Echaba fuego. La besé en la frente, le dije que tenía que marcharme, e intenté abrir. Sentí sus manos acariciándome la nuca y no pude evitarlo. Se puso frente a mí, con la espalda apoyada en la puerta y me echó los brazos al cuello. Poco a poco nos fuimos acercando. Nos habían hecho creer que las chicas no disfrutaban con el sexo, que hacían el amor para tener hijos y complacer al marido por obligación. Hasta habían buscado un término muy pomposo para definir dicha servidumbre: le llamaban «Débito conyugal».

roan82@gmail.com

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