Por Mariano Valcárcel González.
Cada verano y aledaños el tema del maltrato animal, en los cuerpos de los toros y los demás de su especie, se caldea con virulencia al par que el tiempo climático.
El maltrato animal acá en España ha sido moneda corriente y admitida. Abusar de los animales de cualquier especie fue cosa llevada sin complejos, y el abuso a veces se tornaba en martirio y carnicería. Y tan campantes.
Matar gatitos recién nacidos (por cuestión del control de la especie y detener su proliferación) era normal; a lo sumo, se permitía la supervivencia de uno o dos de la nacida camada. Esta misión se nos encomendaba a los chavales de la vecindad, que así adquiríamos aprendizaje de la ferocidad dominante. Lo mismo pasaba con los perros, pero estos con agravantes; que los canes servidores del humano, en cuanto este entiende que el animal no le sirve ya para la finalidad por la cual lo tiene a su lado, se deshace del mismo de manera contundente.
Escribí un artículo titulado “¡Animales!” en el cual exponía mi más absoluto desacuerdo con las formas de terminar con los perros que nos sirvieron y ya no. Especial dureza ocurre con los que utilizan los cazadores (galgos en particular) que, una vez que ya no rinden lo suficiente, el cazador, sin escrúpulos ningunos, los ahorca, envenena, tirotea, ahoga o más benevolentemente los abandona en cualquier carretera o por encima de un portón de cualquier finca o protectora de animales (como hemos visto reiteradamente en las televisiones).
De la caza indiscriminada y sin necesidad, solo por el discutible placer de matar a un animal (que generalmente está en desventaja), pues no hay mucho que argumentar. Los cazadores afirman que son ellos los primeros en la protección del medio natural y de las especies habidas; mas permítanme que, en la mayoría de los casos, lo dude. El hombre cazaba ‑me dicen‑. Y es verdad, cazaba… También vivía en cuevas, era caníbal, moría de todo lo habido y por haber y no por eso seguimos así.
Llegan los festejos de verano basados en el toro. Variados.
En algunas zonas, se han decidido a prohibir la llamada “fiesta nacional”, más por ideología excluyente que por amor a la especie. A mí, que le digan “fiesta nacional” o que la declaren bien cultural, me trae al pairo; es discutible. Lo que es mucho más discutible es el carácter inocuo de la corrida.
En el mundillo taurino, como en otros negocios de masas y donde se mueve mucho dinero a veces, es un universo en sí mismo, podrido muchas veces. Se manipula a los animales para dejarlos casi inválidos (por varios métodos, confirmados) y que el matador corra con todas las ventajas. Cierto que siempre puede surgir un imprevisto, ese momento que pilla por sorpresa a todos, esa reacción del bóvido que, ante su muerte, se rebela (última cogida de célebre matador muy mediático, este verano). Eso va en el negocio. Pero, casi nunca, el desarrollo del espectáculo se puede contemplar como un desafío de poderes, un tú a tú del que quedará solo uno, el que mejor haya luchado, porque los dos salieron al ruedo con las mismas armas, fuerzas y cerebro.
«¡Ejehh, toro!» grita el torero, citando en medio de la plaza al toro, inmerso en un absoluto silencio, denso, que rompe de improviso el supuesto aficionado ya harto de copas o vino, puro en boca, con un desgarrador e inoportuno «¡Músicaaa!». Y la banda o charanga se apresta a marcar un pasodoble, si no tiene más remedio. El animal debe de estar pensando, mientras (si ello es posible), qué ha hecho para andar ahí metido y en sentencia de muerte; y el humano, la forma de abreviar el trago o ya en la próxima corrida contratada. Alrededor de los dos viven muchas personas, que son las que menos ponen y las que menos se arriesgan. El callejón siempre está lleno de gente que incluso se permite dar consejos al espada, que ya tiene bastante con lo que tiene. Meros parásitos.
Algunos llaman a esto arte. Bueno, es una forma de verlo. Respeto su opción y habría mucha tela que cortar; pero si les gusta, si lo desean, si lo sienten… Mas no a costa del erario público.
Y los que tanto prohíben la fiesta, sólo por motivos políticos, no se atreven a prohibir esos bous al carrer, encierros, vaquillas o como usted quiera denominar a la suelta, acoso y derribo de toros, novillos o vaquillas en cualquier pueblo. No menos deben sufrir con esa situación los animales, que una manada aullante les zahiera, les tire del rabo, los arrastre atados de los cuernos, los lance al mar e incluso (triste incluso) se permita acuchillarlos o lancearlos; eso no creo que nadie, en su sano juicio, se atreva a calificar como mera tradición sin más.
Yo tuve mi bautismo taurino en unas vaquillas de un pueblo cercano, allá en mi mocedad. Cuando vi llegar el animal, me tiré debajo de un remolque y consideré que ya había tenido bastante.