Por Dionisio Rodríguez Mejías.
7.-Como en el cine.
El último día aparcamos junto al Paseo Marítimo y acabamos en el Cactus, una conocida discoteca con música suave y poca luz. Entrando a mano izquierda, en la zona más oscura, había unos columpios en donde las parejas se balanceaban y se metían mano con absoluta tranquilidad. Hasta allí nos condujo el camarero, nos preguntó qué íbamos a tomar, pedimos un par de cubalibres y Olga empezó a columpiarse como una criatura. De cuando en cuando, se giraba para hablarme, y me rozaba el brazo con uno de sus pechos: concretamente con el izquierdo. Encendimos un cigarrillo, tomamos unos tragos del cubata y me dio un mordisquito en la oreja que yo tomé como una invitación al abordaje.
Paramos el columpio, le puse la mano derecha en la rodilla y no me detuvo. Seguí adelante, acariciando la parte interior de sus muslos, y la miré a los ojos porque, a partir de allí, ya no estaba seguro de qué tenía que hacer. Ella cogió mi mano, la apretó con cariño y la condujo hasta al lugar adecuado con seguridad y destreza, mientras me besaba apasionadamente. Debí de dar con la tecla exacta, porque no me soltaba: se retorcía y jadeaba apretándome la mano. Su ardor acabó con mis remilgos. Noté una dulce sensación y allí se acabó el asunto. Se colocó las bragas en su sitio y yo me quedé peor que cuando empecé. A Olga le gustaba que la acariciara, pero había que parar cuando ella lo decía.
—Vámonos, que es tarde, y tú eres peligroso.
—Sí; muy peligroso, pero nunca paso del primer plato.
—¿Serás golfo? Y, ¿cuál es el segundo plato para ti? Anda, vámonos.
Cuando salimos de la discoteca eran casi las doce de la noche y, al día siguiente, tenía que trabajar. Subimos al coche y dejamos abiertas las ventanillas. El mar estaba sereno como el agua de un lago; se habían encendido las luces del Paseo Marítimo y, a lo lejos, temblaban los farolillos de las barcas de pesca. Todo parecía un sueño. Era una noche limpia, de una apacible y cordial serenidad.
Por la noche, solo, en la paz de mi habitación, me preguntaba a cuál de las dos debería contarle antes mis andanzas; si hablarle a Olga de Roser, o a Roser de Olga; pero no era capaz de dar el paso. No me atrevía, porque me causaba una profunda tristeza imaginar que podía perder para siempre a una de las dos. Sabía que jugar a dos bandas no solo estaba mal, sino que aquel juego tan arriesgado podía terminar haciéndonos sufrir a los tres por culpa mía; pero me faltaba valor para tomar una decisión, ahora que, gracias a Roser, había dejado la monótona vida que había llevado hasta que la conocí. No me apetecía pasar el sábado y el domingo en el bar de Saturnino o hablando de frivolidades en el pub Montecarlo con “El Colilla” y sus amigas, las modelos del Kentucky.
Vivía sumido en un mar de dudas y estaba seguro de que, antes o después, Olga se acabaría desengañando y vendría a mí. Tenía que ser paciente y no precipitarme, porque eso es lo que sucedería. Otra cosa: cuando Emilio me preguntó si estaba enamorado de Roser, aunque dije que sí, estuve inseguro; pero no porque no la quisiera, que la quería mucho, sino porque, en realidad, no lo sabía. ¿Quién es capaz de saber a los veinte años qué es el amor? El amor es una lección que se aprende demasiado tarde; un fenómeno insólito y misterioso del que nadie conoce su naturaleza; un sentimiento maravilloso que brota limpio y claro en las entrañas, como las aguas limpias de un manantial. El amor nos llena de vida y nos traslada a mundos disparatados, pero puede también convertirnos en sus esclavos y dejarnos el alma llena de heridas imborrables. ¿Quién sabe eso a los veinte años?
No podía dar un paso del que me arrepintiera toda mi vida. Podía parecer una indecencia, pero no lo era; yo no estaba cometiendo ningún crimen. Pensar, pensar… si algunas cosas se pensaran nunca se harían. ¿Quién puede analizar las consecuencias de sus actos? ¿Quién es capaz de interpretar un sentimiento? ¿Dónde radica la diferencia entre pasión y sentimiento? Porque también existen pasiones absurdas y descabelladas. No hacía tanto que Benito nos había confesado aquella locura que lo dejó sin un céntimo en el bolsillo.
Era muy tarde, aplasté en el cenicero lo que me quedaba del cigarrillo y decidí tener paciencia: en cuestiones de amor, la falta de cordura puede arrastrarnos a la perdición. Me dormí oyendo una hermosísima canción que llegaba de arriba: “A toi”, de Joe Dassin, que tenía un estribillo delicioso.
A la vie, à l’amour,
a nos nuits, à nos jours,
a l’éternel retour de la chance.
A l’enfant qui viendra,
qui nous ressemblera,
qui sera à la fois toi et moi.