Por Fernando Sánchez Resa.
Las cornetas nos despiertan desagradablemente. Son las tres de la madrugada del día 16 de enero. Nos llaman al frente, mientras la fina lluvia y el frío nos acompañan, para formar las secciones y emprender la marcha por aquellos estrechos callejones. Ocupamos nuestros puestos en un costado de la carretera y aguardamos a que el resto de las fuerzas se incorpore.
Hay una gran confusión entre el sonar de dianas y los toques de llamada de los más de doce batallones que deben salir. Como la mañana está oscurísima, solamente la contraseña de los batallones (con sus respectivos toques de cornetas) servirá para guiar a los soldados a sus puestos. Nadie sabe dónde están las compañías ni los batallones, ni dónde han de colocarse las brigadas, ni siquiera el orden en que deben salir las divisiones…
La carretera anda colapsada en varios kilómetros y las ambulancias (que traen a los heridos del frente a los hospitales) se encuentran paralizadas, a pesar de los insultos, peticiones y ruegos de sus conductores y sanitarios, juntamente con los ayes lastimeros de los heridos o moribundos, sin que este pequeño infierno consiga resolverse…
Nuestro capitán cree que cada cual debe salir por donde pueda de este maremágnum de confusión y desorden; por lo que, montado en su brioso caballo, y en medio de la oscuridad y la llovizna, conmina a su compañía a seguirle. Lo hacemos de dos en dos e incluso uno a uno (agarrándonos para no perdernos), unas veces por la cuneta, otras por la carretera, durante varios kilómetros, hasta que nos ponemos a la cabecera de la columna, gracias a su decisión y esfuerzo. Ignoro cómo saldrían los demás de aquel atolladero ni cuánto tiempo tardarían en hacerlo, pero esto demostraba la realidad de un indigno y bochornoso ejército rojo, aunque sus fervientes admiradores no lo quisiesen admitir… Nos dirigimos, sin cesar y por nuestra cuenta, al oeste de Hinojosa que es donde está el frente. A las diez, paramos para tomar el pan y un poco de vino. Caminamos cinco kilómetros más y nos dan el rancho: un poco de arroz. Después, se reparten las herramientas y a mí me agregan a la plana mayor, separándome del grueso de mi compañía.
Proseguimos la marcha hasta que (anocheciendo) llegamos al ferrocarril que sube desde Córdoba a Almorchón, que está a dos o tres kilómetros del frente de Extremadura. Observamos que hay un río bastante crecido, afluente del Zújar, y enfrente Monterrubio de la Serena que pertenece a la provincia de Badajoz, sin que nosotros lleguemos a entrar en esa provincia.
Por aquellos contornos, vamos buscando acomodo para nuestros jefes y la plana mayor entre las varias casitas diseminadas en los montes. Pero, cuando encontramos alguna, tenemos que cederla a los jefes de brigada y división, por ser su graduación superior, hasta que logramos cobijarnos en un sucio galponcito que, sin ser ideal, no es despreciable en el frente. Acomodo mi cama en unas largas y estrechas pesebreras, yendo primeramente en busca de mi compañía, distante a más de dos kilómetros, para recoger la cena y un poco de aceite para instalar un candil. Mi vuelta (campo a través y sin guía) es complicada, pues la oscuridad de la noche dificulta mi segura orientación hasta que consigo llegar a mi improvisado dormitorio, en el que la débil lucecita del candil alumbrará mis sueños…
Úbeda, 5 de julio de 2015.