Por Dionisio Rodríguez Mejías.
5.-El padre Fernández Marín.
Con Olga me cruzaba de cuando en cuando, al entrar o salir de la pensión; se reía de mí, me preguntaba que cómo me iba con las tías, y decía que estaba muy guapo con el pantalón gris y la chaqueta de azul marino. Algunas noches, ponía el disco que le había regalado y, al escucharlo, yo experimentaba una sensación de gozo tan intenso que cerraba los ojos y me quedaba así, hasta que la música terminaba.
En primavera, “El Colilla” se compró un Seat 850 Coupé, de segunda mano, y me vendió el suyo por quince mil pesetas, pagadas a plazos.
—¿Y cuánto tengo que pagarte cada mes?
—Pues lo que puedas, “Mosquito”. Y el mes que no puedas, pues no me pagas. ¿Qué quieres que te diga? Por eso, no vamos a perder nuestra amistad. Tú no te preocupes; hay que cambiarle los platinos y pierde un poco aceite; pero eso les pasa a casi todos. Tú, cada quince días, revisas el nivel y añades lo que haga falta. ¿Vale?
—Vale.
Acepté, porque unos días antes, en Borrás Asociados, me habían ofrecido colaborar en tareas comerciales, a cambio de un “variable”, como en la empresa llamaban a las comisiones. Pensé que un dinerillo extra no me vendría mal y dije que sí. Asistí a un cursillo de tres días, sobre expertos en inversiones financieras, con dos compañeros: un sobrino del señor Borrás, que se llamaba Enric, y Alicia, la hija del apoderado de la compañía. Antes de empezar, tuve que rellenar un cuestionario sobre mis preferencias profesionales y para acreditar mi experiencia en ventas. Respondí que no tenía experiencia, pero no era verdad. Yo había vendido papeletas para el sorteo que todos los años se celebraba en el colegio, por Navidad. ¡Qué gracia me hizo recordarlo!
Entorné los ojos y vi al padre Fernández Marín subido a la tarima, con sus mofletes sonrosados, la sotana raída, el pelo al cepillo, los ojillos miopes, y un montón de papeletas sobre la mesa del estudio. El primer premio era un cerdo de ocho arrobas: la solución para una familia durante todo el año. Como el sorteo iba en combinación con la Lotería Nacional y, entre todos, solo vendíamos unos pocos miles de papeletas, el número del gordo nunca salió y no hubo necesidad de entregar el cerdo. O sea, que todos los ingresos se dedicaban a comprar mantas y medicinas para los pobres.
No me explico cómo la gestión comercial siempre ha estado tan mal vista, cuando, en mi opinión, es la base de la riqueza de cualquier economía. Las empresas solo pueden progresar de dos maneras: gastando menos ‑para sobrevivir‑ o vendiendo más ‑para aumentar beneficios y crecer‑. Así de simple. Solo Juanito Márquez y algún otro tenían dotes comerciales; pero, a la mayoría de mis compañeros, no les gustaba vender papeletas. Iban a las tiendas de la calle Mayor, entraban en los bares y recorrían los barrios de la gente de dinero. Tocaban al timbre, abría la puerta la criada y, cuando los veían con el taco en la mano, siempre les ponían la misma excusa: «Lo siento, niño; vuelve en otro momento, que la señora no está». Y, así, toda la mañana.
Les entraba el desánimo y, a los cuatro días, le devolvían al cura el bloc entero, con las papeletas intactas. Posiblemente, a mí me hubiera ocurrido algo parecido, de no haber contado con la inestimable colaboración de “El Colilla” que, una mañana, me llamó con gran sigilo y me dijo que lo acompañara. Me llevó a las afueras del pueblo, a los barrios pobres.
—“Mosquito”, nunca lo olvides: «Vende al pobre y te harás rico». Siempre ha sido así y seguirá siendo durante muchos años.
Yo tenía que llamar a la puerta, con los nudillos, y “El Colilla” se encargaba de romper el hielo, cuando salían la madre o la abuela; cortaba dos papeletas, me las daba y, mientras yo las entregaba, él decía con gran seguridad:
—Señora, estas papeletas son para ayudar a las familias necesitadas.
Y, cuando lo miraban, elevaba los ojos al cielo y susurraba:
—A ver si Dios quisiera que el cerdo fuera para ustedes.
Observaba lo que él llamaba «Indicios de compra» y, si nos preguntaban el precio, ya teníamos otra venta. ¡Nunca fallaba! Pero lo más interesante del negocio era demostrar la calma suficiente para rematar la operación.
—La papeleta —respondía “El Colilla”, con cara de santo— no tiene precio. Aquí lo dice, señora: «El donativo mínimo son dos pesetas».
Levantaba la cabeza, miraba a la mujer a los ojos ‑con ese talento que tenía para conmover el corazón de los mayores‑, y concluía:
—Todas nos compran dos y nos dan un duro; su vecina se lo puede decir.
—Bueno, hijo mío…, pues dame un par…, a ver si Dios se acuerda de nosotros.
Yo entregaba las papeletas y “El Colilla” cogía el dinero. Por supuesto, la peseta que sobraba era para nosotros. Nadie lo supo nunca; pero ganábamos una peseta por operación y cincuenta en cada taco. ¡No estaba nada mal! Un veinticinco por ciento de comisión sobre el precio de venta. De ahí sacábamos el dinero para nuestros pequeños vicios, pipas, tabaco, cromos…
Antes de volver al colegio, apartábamos la parte que nos tocaba a nosotros en un bolsillo y el resto del dinero se lo entregábamos al padre. Él lo contaba, anotaba la cifra en un libretilla y decía:
—Para los pobres, para los pobres.
Nadie se lo explicaba; un año llegamos a vender veinte tacos entre los dos y el cura nos regaló un libro con la vida de san Francisco de Asís, por tener un corazón tan generoso.