Presentado por Manuel Almagro Chinchilla.
Deja patente Ramón Quesada en este artículo su ferviente amor a la Patria. Recreándose en los recuerdos de la soldadesca, refiere la jura de bandera como el acto en el que se materializa el compromiso de servicio y fidelidad a la tierra que nos vio nacer; un acto que no dudó en reiterar en alguna otra ocasión. No falta en el artículo un toque de historia y las inevitables e inolvidables novatadas.
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Me hicieron soldado cuando juré la bandera de España. Fue una mañana de primavera en el patio de armas del Regimiento de Artillería de Córdoba. Habría pasado antes unas “vacaciones” en Cerro Muriano y un periodo de instrucción en Llano Amarillo. Y, no obstante, al ser hijo de viuda y, además de guerra, no me pude zafar de la mili, porque estaba mi hermano, tres años menor que yo. Más tarde y mucho mayor ya, en otra primavera, pero del 76, reitero el juramento también en un patio de armas: el de la Academia de la Guardia Civil de Úbeda, conjuntamente con otros miembros de los medios informativos a los que pertenecía.
Han pasado ya muchos años de todo aquello cuando, el último domingo de marzo, igualmente en la base de Cerro Muriano, se celebró la última jura de bandera de los soldados de reemplazo, que correspondió a la segunda llamada de reclutamiento de 2001. Y esto, quiérase o no, siempre emociona a los españoles que así nos sentimos.
En mi cuartel de San Rafael iban a pelarme al cero como a todos; pero, como estuve antes un mes “enchufado” en la Caja de Reclutas de mi pueblo, gracias a la amistad de un pariente con el comandante, que se “tragó” varias garrafas de aceite virgen y algunas canastas de hochíos de pimentón y ribete, al llegar a mi regimiento, mis colegas ya tenían un dedo de pelo y, considerándolo el capitán, permitió que no me metieran la maquinilla hasta los sesos.
La quintada que me dieron los veteranos fue decirme que mi hermano me esperaba en la puerta del cuartel. Salí más que de prisa, pero allí no estaba más que el soldado de puertas y la gente que, indiferente, pasaba por la calle Medina Azahara, que es en la que me “hospedaron” hasta mi licencia.
En cuanto a mi destino, este fue el de cajero en el Depósito de Víveres. Empleo que me reportaba pingües beneficios, pues el sargento me daba un real, el brigada dos y, una peseta, el capitán. El caso es que, al cerrar caja antes del almuerzo, yo tenía lo suficiente como para fumar buenos cigarrillos, hartarme de cerveza en el bar “Correo”, pescar pescadito bien frito en “La Malagueña” y pasearme de paisano con guapas cordobesas de rasgos omeyas por el Paseo de la Victoria, desde los aledaños del cementerio que guarda los restos de Manuel Rodríguez “Manolete” hasta “Cercadillas”, entonces nidal de “leas”. Y como en todos los sitios donde hay muchos tíos, en mi cuartel estaban los amorfos de Adán y Eva, los Adán y Esteban y los que no catalogaba ni su madre.
Memorando mi servicio a la patria, guardo un libro de 1943, preceptivo de mi enseñanza escolar. Es un tratado de varias comarcas y regiones donde se habla de la jura de bandera, que arranca en 1429 cuando el rey Juan II ordenó bendecir sus enseñas antes de combatir con los moros. Uso que se ejecutó en Córdoba porque, residiendo aquí Isabel y Fernando antes de preparar la toma de Granada, hicieron bendecir y besar sus banderas e insignias cerca de la entrada de la catedral, por lo que llaman al sitio Arco de las Banderas.
Con este postrero juramento, que a continuación no va a tener los codiciados quince días de permiso, sino todos los días, muchas madres van a dejar de llorar y muchas novias de suspirar. El caqui lo vamos a ver adornado de galones y de estrellas, porque se van a perder los soldados rasos. Y pasará a ser un recuerdo añorado para los que ya hemos pasado por el “trance” aquel que nos dio el gracioso de turno: que al entrar en el cuartel por primera vez y hasta salir del todo, dejásemos los pantalones en el vestíbulo. Pero nos entusiasma saber que somos padres y que por ello comemos huevo, ¿no?
(17‑06‑2001)