Por Jesús Ferrer Criado.
La suave pero firme presión que mi brazo derecho ejercía sobre su cintura no producía avances notables en la situación y, para ser más claro, debo confesar que en los últimos dieciocho segundos, a pesar de un aumento casi obsceno de mi esfuerzo, el progreso había sido nulo. Súmese a ello un gesto casi despectivo por su parte, obstinada ella en mirar para su derecha y evitando no solo el menor contacto con mi cara, sino incluso mi mirada misma.
Era una verbena de barrio a la que me había acercado uno de esos sábados perdidos del verano en los que te ha fallado todo y te encuentras sin amigos ‑todos con sus rollos preestablecidos‑ y sin ganas de nada, pero incapaz de encerrarte en casa.
La casa era un piso que yo compartía con otros dos universitarios, uno en tercero de Derecho y el otro terminando Medicina. Recientemente, habíamos tomado la costumbre de usar expresiones pedantescas, falsamente técnicas, para definir cualquier situación y, aunque parezca algo bobo, nos divertíamos con eso.
Seguramente, Enrique habría definido mi situación como “impasse fáctico entre el logos y la libido, con tendencia al desparrame”; quizás más corto, no sé. A Dionisio me lo imagino con el índice en alto, resolviendo: “atonía psicosocial y desorientación espacio temporal con lagrimeo”. Ambos hubieran acertado respecto a mi abatimiento y mi desazón.
Tomé el metro sin propósito fijo y bajé en una estación al azar; una estación que conocía sólo de nombre, una estación lejana, casi al final de la línea, en una barriada extrarradio que yo asociaba a inmigrantes y españolitos sin cualificación. Salí a la calle, como si hubiera aterrizado en la Luna, pero aquí sí había vida, ruidosa y perceptible desde la propia boca del metro.
La verbena, anunciada desde lejos por la disparatada megafonía y un resplandor multicolor, estaba muy animada. Era tarde noche: los tenderetes ofrecían cerveza, sangría, cubatas, tapas, perritos calientes y bocadillos. También había una tómbola y puestos de dulces para los críos. Gracias a Dios, no había esas terribles instalaciones de tiovivos, coches de choque o norias que me han horrorizado siempre. Lo que sí había era baile. Un baile con sus farolillos de papel iluminados por dentro y un grupo de cuatro muchachos que, con desigual acierto, interpretaban los éxitos de la temporada.
Entre aquella multitud vociferante, yo pasaba por ser un señorito. Mi americana azul cruzada, con botones dorados, pantalón beis y corbata me distinguían de la mayoría. Mi aspecto cantaba un poco, pero el ambiente me agradaba y me cambió el humor para bueno. Quizás se trataba simplemente de lo que hubiéramos definido como “impacto eufórico por inmersión en el medio”. Es un decir.
Aunque he tenido por acertado el consejo de, en situaciones así, invitar a la más feílla del grupo, la verdad es que no lo he seguido nunca y, magnetizado por unos ojos expresivos, maliciosos o candorosos, quizás prometedores, hacia ellos me he ido sin dudar. Siempre los ojos. Y, en esa ocasión, tuve suerte.
Era una pieza lenta de Dyango que me gustaba mucho y me ponía tierno. Y ella, la chica, era preciosa y me enganchó de inmediato.
—¿Sabes que te podría acusar de “acoso sexual negativo con displicencia y desacato”? —le dije yo completamente serio en vista de su resistencia—.
—¿Cómo? ¿Y qué he hecho yo para una acusación tan larga? —contestó ella extrañada—.
—Pues eso, que no has hecho nada. Por eso es negativo.
—O sea, que me vas a acusar de no hacer nada —exclamó, riéndose sorprendida—.
—Efectivamente —sonreí yo también—. Perdona, no nos hemos presentado. Me llamo Jaime y no soy del barrio. Estoy aquí por casualidad.
—Yo me llamo Sole y tampoco soy de aquí. He venido con unas amigas.
—Pues mira, Sole, cuando yo te he invitado a bailar y tú has aceptado libremente, te has comprometido a seguir una pauta adecuada a la situación y no puedes bailar conmigo como si esperaras el autobús, con esa frialdad que para una sensibilidad como la mía es puro veneno. O sea que me lastimas, me hundes, me laceras, me torturas y lesionas mi pundonor.
—¿Me has dicho que te llamas Jaime? Pues mira Jaime: te he visto dando vueltas, trajeado, perdido entre un mar de camisas de cuadros, sin saber donde mirar y preguntándote lo de “qué hace un tipo como yo en un sitio como éste” y me ha enternecido tu desamparo. Por eso, te he sonreído: por lástima; y, por esa sonrisa que tú has advertido, te has animado a sacarme a bailar. Y eso es todo; terminemos la pieza, cada cual a su sitio y adiós muy buenas.
A pesar del discurso, noté por su expresión que le había caído bien. La pieza había acabado y nosotros, de pie en la pista, seguíamos discutiendo, fingiéndonos enfadados y sin hacerle caso a la música.
—Irte no haría más que complicar las cosas, Sole. Se trataría de “abandono de víctima con sadismo y nocturnidad”.
Me atreví a cogerle la mano y ella no la retiró.
—Pero, ¿de dónde te sacas esas tonterías? Yo no he oído nunca cosa semejante —rió abiertamente—.
Sole se estaba divirtiendo con aquellas pedanterías y yo le veía ganas de seguir oyendo mis bobadas.
—Al negar conocimiento del delito, estás recurriendo a lo que llamamos “ignorancia dolosa con fingimiento”.
—Oye, Jaime, ¿y si llamo a aquel municipal a ver qué opina? —amenazó ella sonriendo—.
—Eso te hundiría más, respecto a mí. Entonces no tendría más remedio que calificarlo de “chantaje autoritario con torcimiento de la voluntad y colapso del amor”.
—Mira Jaime, no sé si reír o llorar. Según parece, el hecho de aceptar una simple invitación a bailar me obliga de por vida. Y tú, ¿no estás obligado a nada? —sonrió maliciosa—.
—El derecho es correlativo. Yo estoy obligado, puesto que te he sacado a bailar, a tratarte con afecto y caballerosidad, resistiendo ‑hasta lo imposible‑ los naturales impulsos de mi masculinidad. Al aceptarme, te has puesto bajo mi protección y me has comprometido ‑y yo lo acepto con toda mi alma‑ a tratarte y defenderte como mi dama que eres; a ignorar todo lo que no seas tú; a acompasar mi corazón al tuyo…
—Para ya, Jaime, para ya. Casi me emocionas con esas palabras ¿De dónde has salido tú?
—De donde mismo han salido tu sonrisa y tus ojos. ¿O no te has dado cuenta?
Suspiró profundamente. Juntó su cara a la mía, mi brazo derecho descansó sobre su espalda sin esfuerzo y bailamos sin música un tiempo indefinido. Cuando nos detuvimos, sus ojos brillaban aun más y dos pequeñas lágrimas pretendían pasar inadvertidas, bajando sigilosas por su cara.
EPÍLOGO.
Sole y yo vivimos un noviazgo intenso y feliz. Apenas me licencié, nos casamos; pero, a los tres años, nos divorciamos tontamente, aunque la añoro y la sigo queriendo. Ocurrió que un sábado absurdo de verano, mientra ella estaba con sus padres en el pueblo, se me ocurrió ir a una verbena. Un caso claro de “reincidencia culpable con premonición de catástrofe”.