Por Dionisio Rodríguez Mejías.
4.- Engaño y fin de Reyzábal.
Cuando el andén se despejó de pasajeros, el hombre del periódico y la sombra vinieron hacia nosotros; sin meterse en más averiguaciones, nos pidieron la documentación y nos registraron debajo de la ropa, con una celeridad sorprendente. No encontraron nada. El del periódico, enfurecido, tiró el cigarrillo a la vía, escupió en el suelo, me cogió por el cuello y dijo fríamente:
—Ten mucho cuidado. La policía española no es cosa de risa.
Me quedé sin sangre en las venas. Yo sabía cómo las gastaban. Con su estilo glacial e inhumano, unos días antes, habían mandado a Jordi Miret al otro barrio.
El segundo policía era más joven e impaciente. Mientras el primero nos registraba hasta los zapatos, él no paraba de juguetear con la pistola y preguntar:
—Comisario, ¿les pongo las “pulseras” y nos los llevamos? Soltamos a la niña, para que avise a sus amigos, y a este lo ponemos a la sombra, hasta que madure.
—Espera un poco —respondía el comisario—.
Cuando terminó de examinar nuestros carnés de identidad, me miró a los ojos fijamente y me preguntó:
—¿Y tú qué coño pintas entre esta gente?
Y, con la mano abierta, me daba unas palmadas en la cara, que casi me tira al suelo. Una muchedumbre entraba y salía de los vagones, nos miraba y apartaba la vista, por miedo a que los invitaran a la fiesta. Sólo algunos curiosos parecían disfrutar del espectáculo.
—Dime, hijo de puta, ¿quién te ha dado vela en este entierro, siendo de Jaén?
Encogido, con los ojos cerrados, esperaba que de un momento a otro el joven me diera un golpe con la culata del arma, me pusiera las esposas y me llevara a Jefatura. Aún recuerdo su cerrazón y su insistencia.
—¿Qué? ¿Comisario, me lo llevo?
Más de diez minutos duró aquel suplicio. Diez minutos que se hicieron interminables. Fue providencial que un numeroso grupo de pasajeros se plantara delante de nosotros, mirando a los policías con cara de pocos amigos.
—¡Venga, largo de aquí y que no os vuelva a ver! —dijo el teniente—.
Cuando nos dejaron marchar y volvimos a ver a los demás, el corazón se me salía del pecho. Todos vivieron una experiencia parecida; a todos les esperaban agentes de paisano en las estaciones señaladas y a todos nos registraron debajo de la ropa. Xavier estaba muy orgulloso y muy contento, pero yo juré, para mis adentros, que nunca más volvería a meterme en aquella clase de problemas. Lo confieso: lo de menos fueron los guantazos que me dio aquel verdugo, que me pusieron la cara como un tomate; lo peor era oír a aquel mequetrefe que no paraba de juguetear con la pistola y preguntar a cada instante:
—¿Me lo llevo ya, mi teniente?
Él fue el que me hizo olvidarme de la política para siempre. Aquella misma tarde, aparecieron otros funcionarios en el almacén de los padres de Mariona, en la calle Bailén; pero no encontraron nada. Los folletos impresos con las consignas de Reyzábal se destruyeron en secreto y nos presentamos en la estación sin ninguna prueba que nos pudiera comprometer. Una estratagema de Granados para desenmascarar al confidente.
Al poco tiempo, corrió la voz de que Reyzábal era un entusiasta de los Guerrilleros de Cristo Rey, un soplón de Campillo que se hacía pasar por estudiante para informar a la policía y al que no le perdonaron el patinazo. Desde aquel día, no volvimos a tener noticias suyas. Me hubiera gustado saber qué suerte corrió, pero estoy seguro de que hasta el nombre era falso.
Algún tiempo después, Roser me contó detalles conmovedores sobre Jordi. La policía lo había preparado todo minuciosamente: inventaron una carta de despedida para sus padres, en la que les pedía perdón y les decía que estaba obsesionado con el suicidio; pero la autopsia revelaba que le habían recompuesto una costilla ‑al parecer con una lima‑, para disimular el impacto de la bala que acabó con su vida. Una mentira más. Pero lo que a Roser y a la madre del muchacho les causaba más dolor era que, en el último momento, se negó a recibir los santos sacramentos. No quiso confesarse ni recibir la comunión. El capellán de la prisión les contó que lo había intentado hasta el último momento, sin resultado. Por más que le dijo que los ángeles saldrían a recibirlo y lo llevarían a presencia del Padre, no hubo manera. Luego le habló del fuego eterno, pero como si nada. El corazón de Jordi estaba muerto y no se conmovió. Eso les dijo el sacerdote.
Mientras hablaba, me miraba a los ojos, como nunca me había mirado. Incluso, de cuando en cuando, teníamos leves contactos corporales aparentemente fortuitos. Por ejemplo, yo le acariciaba el pelo para consolarla, y tenía la sensación de que no le disgustaba. Y cuando ella me confesaba que Jordi era una persona maravillosa, y que nunca lo podría olvidar, se me acercaba, suspiraba y me cogía las manos. Yo se las besaba, muy serio, y me esforzaba en aparentar una amistad ingenua y sana. Sigo creyendo, por la cara que ponía, que, en aquellos momentos, sólo me consideraba un amigo sincero.
Durante algunas semanas, se sucedieron los alborotos estudiantiles, pero el Gobernador Civil prohibió a la prensa que hablara de los sucesos, y dio órdenes para que el día de Santiago, patrón de España, se celebrara un acto de afirmación nacional en la plaza de la Universidad, al que asistieron todas las banderas de Falange de Cataluña.