Por Dionisio Rodríguez Mejías.
2.- El llanto de Roser.
Pero lo más asombroso era el desparpajo con el que Reyzábal se desenvolvía. No dejaba de hablar y de dar órdenes, decía que contaba con el apoyo de la iglesia y la aprobación personal del abad de Montserrat. Parecía el jefe de la banda. Al final, propuso que mientras los elementos del Front y los sindicalistas se manifestaban a las puertas de la Modelo, nosotros inundáramos de octavillas las principales estaciones de metro, con textos de las encíclicas de Juan XXIII. Se votó a mano alzada y todos aprobamos la propuesta. Para la siembra, se eligió el barrio de Gracia por dos razones: por la gran afluencia de pasajeros que los días laborables concurrían en la estación a primera hora de la mañana, y la facilidad para huir por las callejas de la zona en caso necesario. Allí actuarían los comandos a las órdenes de Xavier Granados. Me asombraba ver cómo todos acataban el plan con optimismo y determinación; me sorprendía que aquellos jóvenes estuvieran dispuestos a enfrentarse al Tribunal de Orden Público, para acometer una acción tan ineficaz como arriesgada.
Hasta las tres de la madrugada estuvimos en la calle Bailén, donde los padres de Mariona tenían un almacén de comestibles, preparando los detalles de la acción. Los folletos los redactó Reyzábal con párrafos de la “Pacem in terris” ‑sobre la humillación de las minorías nacionales‑. Recuerdo uno que decía textualmente: «Las personas que viven y trabajan en Cataluña tienen el deber de honrar la tierra que les acoge como hijos suyos». La encargada de imprimirlos fue Mariona Amat y, cuando terminó, los colocamos en la parte trasera del 2CV de Dani Salas y allí estarían hasta el día del reparto. La estrategia estaba clara: la recogida se efectuaría en un lugar que, para evitar sorpresas, no conoceríamos hasta la noche anterior a la mañana de la acción; cada uno escondería la mercancía debajo de la ropa y luego los lanzaría en los andenes y en la entrada y salida de las estaciones del metro, cuando la gente se dirigiera a sus puestos de trabajo.
Empezaba a pedir voluntarios para confeccionar el operativo ‑como a Reyzábal le gustaba a llamar a estas escaramuzas‑, cuando apareció Roser con una cara de pena que estremecía. No se parecía en nada a aquella muchacha que había conocido en la estación de Nuria. Sus ojos me parecían más grandes, la nariz más recta, y el gesto mucho más triste; tuve la impresión de que era la primera vez que la veía. Aquello no podía ser fruto de la casualidad; algo me decía que, en el futuro, tenía mucho que compartir con aquella muchacha, que ahora buscaba consuelo en mi compañía.
Lo que no me explicaba era por qué no me había fijado antes en sus pechos; sería que con la ropa de esquí los disimulaba; pero ahora, con aquel aspecto abandonado y los primeros botones de la camisa desabrochados, me parecían impresionantes. Tuve que disimular y mirarla a los ojos para que no lo notara.
—Por favor, no llores Roser, no digas nada. Ya sabemos lo que ha pasado y todos lo sentimos, de verdad.
—No lloro por debilidad ni por pena. Lloro de rabia. Lloro porque no olvido que, la última vez que nos vimos, lo abandoné en el patio de la facultad.
En ese momento, Reyzábal hizo un gesto inconsciente que no pudo dominar.
—Me duele su ausencia… me duele obedecer… me duele la sumisión. El silencio, las órdenes, las imposiciones… Estoy rota por dentro, pero no lloro de tristeza. Lloro de rabia, de indignación. Lloro porque me desesperan la estupidez y la crueldad humanas. Porque cada recuerdo abre en mi alma un manantial de lágrimas. Sé que siempre viviré con este sufrimiento.
—No te culpes, Roser. ¿Qué podrías haber hecho? —terció Xavier—.
—Me culpo porque tuve miedo y me escondí; porque sentí un pánico espantoso y eché a correr.
—Cálmate —intervino Reyzábal— ¿Quieres que hablemos?
Sentí un enorme desprecio al escucharle. ¿Cómo podía ser tan embustero?
—Él no era capaz de suicidarse —siguió hablando Roser—. Es terrible; lo han matado a sangre fría.
Los demás la escuchaban inmóviles y en silencio, respetando su dolor. Lo que nos contaba era espantoso. Los padres de Jordi estaban seguros de que no les habían dicho la verdad, que todo era un montaje de la policía. El informe del psiquiatra hablaba de inestabilidad emocional, de instintos suicidas y de enajenación mental; pero ellos no creían que Jordi se hubiera quitado la vida como aseguraban los comunicados oficiales. De cuando en cuando, alguno hacía comentarios de indignación y condolencia y Roser se lo agradecía con una mirada que nos dejaba mudos. No podíamos creer que lo hubieran asesinado. Ella estaba muy nerviosa: se tocaba el pelo con frecuencia, y nos miraba con fijeza, como si necesitara nuestro contacto visual. Fue Xavier Granados quien me cogió del brazo, me apartó del grupo, y me dijo que, ante aquellos hechos, yo no podía permanecer estático: que debía comprometerme y colaborar con ellos.