Por Dionisio Rodríguez Mejías.
3.- Riña de novios.
Al llegar a la pensión, la calle estaba oscura y solitaria. Abrimos la puerta con cuidado y encendimos la luz de la escalera. No se oía ni un ruido. Yo estaba con la mente en otra parte, pensando en lo que le diría a Olga cuando me pidiera mi opinión. Debió de adivinarme el pensamiento, porque, mientras subíamos por la escalera, me cogió la mano, sonrió burlonamente y me acercó la cara. Notaba el aroma de su perfume mezclado con el olor del tabaco y de su cuerpo sudoroso. Un olor cálido y suave, como una delicada caricia en la penumbra; pero comprendí que su gesto no pasaba de ser forzado y egoísta.
Estaba ansiosa por conocer mi opinión y yo hubiera dado cualquier cosa por no contestar a sus preguntas. Le dije que estaba cansado y que me costaría coger el sueño. Sabía que, si era sincero, acabaríamos mal; pero no quería engañarla por duro que me resultara. Insistí en que era tarde y era mejor dejarlo para el día siguiente. Fue inútil. Al final, me decidí a afrontar aquel momento tan difícil:
—A ver, ¿qué quieres que te diga?
—Dime qué te ha parecido; si piensas que la dejará por mí. ¿Verdad que no es gran cosa? Ayúdame, dime la verdad. ¿Crees que cumplirá su palabra? Compréndelo, es muy importante para mí.
—Olga, no quiero que te enfades, pero ¿en qué estás pensando? Está casado y tiene un hijo. Tu jefe tiene la vida solucionada: una clínica, dinero, familia, relaciones, la mejor sociedad… ¿En serio lo crees capaz de abandonar todo eso? ¡No lo hará nunca! Los tíos como él no arriesgan su posición por nada del mundo. Yo sí que lo haría. Yo sí que lo daría todo por ti; pero él no lo hará. Lo siento, de verdad, pero no creo que deje a su mujer.
—Dices eso porque no lo conoces. Si lo conocieras, no hablarías así.
Noté que el corazón le latía con fuerza. Se tapó la cara con las manos, me dio la espalda, se echó en la cama boca abajo y se puso a llorar. Yo me senté a su lado.
—Por favor, no llores. ¿No lo ves? ¿No has oído lo que ha dicho? Me ha llamado paleto y pobretón; no cree en la ética, ni en la caridad, ni en los valores humanos. Es un puto clasista. Dice que su problema es elegir la etiqueta de un buen vino y que apechugue cada uno con sus dificultades. ¡Vaya médico ejemplar! Y no te digo lo que opina de ti, porque es muy fuerte.
Me tapó la boca con la mano para que me callara.
—Berto, no hables así de él, por favor.
—¿Qué no hable así? ¿Qué quieres que te diga? No te engañes. Ese estirado, vanidoso, nunca dejará a su familia. Antes te abandonará a ti. ¿Qué estás haciendo? ¿Es que te has vuelto loca? Por nada renunciará a sus comodidades, a sus veraneos y a que todo el mundo le agasaje y le haga el rendibú. ¿No has visto como ha entrado al restaurante? Es un soberbio, una mala persona. ¡Ten cuidado con él!
Nunca he visto llorar como ella lloraba. Sentí rabia. Me había hecho partícipe de sus preocupaciones no por cariño ni amistad, sino por todo lo contrario: para justificar una conducta equivocada. Me volví loco. Sentí que nada me importaba.
—Berto, no te enfades. Para mí eres como un hermano. Hace muy poco que nos conocemos, pero me da igual: necesito que seas mi amigo.
Yo no podía estar más enfadado.
—Haz lo que te dé la gana, pero déjame en paz. A partir de ahora, cuéntale a él tus problemas. Si yo fuese rico, seguro que no me dejarías; pero me da igual. ¿No ves que es un puto viejo? ¿Cuántos años te lleva? ¿Qué harás cuando te canses de él?
—Nunca me cansaré.
—Pues me alegro. Acabarás detrás de una barra, sirviendo copas, enseñando las tetas y dando coba a viejos degenerados como él. Pero déjalo ya; es mejor que no volvamos a vernos nunca más.
—No digas eso, Berto. No me dejes.
Iba a pedirle que se marchara de la habitación, cuando de pronto se abrió la puerta. Olga dejó escapar un gemido de sorpresa y yo, por un momento, también me asusté. Enseguida oí la voz de “El Colilla” que decía en voz baja:
—Pero, ¿qué os pasa? Vais a despertar a todo el mundo.
Nos miramos sin decir una palabra. Después vi que se fijaba en la cara de Olga. Su aspecto no podía ser más lamentable: estaba sucia por el rímel y las lágrimas. Me abracé a ella y la besé en la frente durante un momento que me pareció eterno. Aquel beso fue un beso de despedida, de amistad, de perdón, de amor, de arrepentimiento… o quizás de todo a la vez.
—Perdona, Emilio. Ya habíamos terminado. Hasta mañana.
Antes de salir de la habitación, “El Colilla” me entregó un papel.
—Toma, que no se me olvide: poco después de marcharte llamó tu amiga Roser, y dijo que la llames cuando puedas. Ahí tienes su número de teléfono. Parecía muy preocupada.