“Barcos de papel” – Capítulo 16 a

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

Juguetes del viento

Una historia que pudo ser la tuya.

1.-El plantón.

No me podía quitar de la cabeza que había comprometido mi palabra con Roser para visitar a Biosca en la cárcel Modelo. Estaba en mi habitación divagando sobre el enredo en el que me había metido, sin poderme concentrar en el libro de Mercantil que tenía abierto sobre la mesa, cuando entró “El Colilla” a pedirme un cigarrillo. Le ofrecí el paquete, cogió uno, tuve que darle fuego y me dijo con enorme satisfacción.

—“Mosquito”, prepárate, que hoy tenemos fiesta. Nos esperan dos palomas para ir a bailar a Castelldefels. ¿Cómo lo ves?

Puse cara de circunstancias y contesté.

—Lo siento Emilio, me encantaría, pero esta tarde me es imposible.

Me miró con su habitual cara de desconfianza, como si no creyera lo que le acababa de decir.

—Joder, “Mosquito”, parece mentira, pero nunca puedo contar contigo.

Tuve que darle algunos detalles para que me dejara en paz. Cogí un cigarrillo y, mientras fumábamos, le fui contando, por encima, la historia de Biosca y de Roser. Poco a poco fue moderando sus comentarios.

—¿Y a ti qué coño te importan esas historias?

—Es una compañera de facultad, que se portó muy bien conmigo en Nuria, y la quiero ayudar.

—Supongo que al menos estará buena, porque tú eres capaz de cualquier cosa.

Lo miré muy serio y le pedí que no volviera a hacer comentarios de ese tipo.

—Iré porque me parece que debo ir y no creo que tenga por qué darte ninguna explicación. Si está buena o está mala no es cosa tuya. ¿Vale?

—Bueno “Mosquito”, no te pongas así; si alguna vez necesitas que te lleve tabaco a la cárcel, ya sabes que puedes contar conmigo.

—Sí; sobre todo tabaco. ¡Eres cojonudo!

—La de ocasiones que te estás perdiendo por no hacerme caso. Parece mentira, lo que yo hubiera dado, cuando llegué, por encontrar un amigo que se preocupara por mí, con el mismo espíritu de camaradería con el que yo me desvivo por ti…

Convencido de que no daría mi brazo a torcer, salió canturreando de la habitación y, a los pocos minutos, sonó el teléfono del pasillo. Era Roser para preguntarme si me acordaba de que teníamos que visitar a Jordi. Le dije que no me había olvidado y me recordó que una hora más tarde nos encontraríamos delante de la garita del cuartel de “Numancia” al final de la avenida de Roma, en la esquina con Vilamarí. Le dije que de acuerdo, volví a mi habitación y ya había empezado a vestirme, cuando, sin llamar a la puerta, para no romper con su querencia natural, se presentó Olga en mi habitación. Llevaba un llamativo vestido negro, que se ceñía a su cuerpo de forma impresionante; se había recogido el pelo dejándose un mechón suelto en la parte de detrás que, cuando se movía, ondeaba como un manojo de espigas. Estaba guapísima: tan pálida, tan elegante, tan ingenua. Con tacones era casi tan alta como yo.

—Hola, Berto: acabo de hablar con Luis y dice que nos esperan a cenar en Reno. Irá con su esposa. Empieza a arreglarte. Antes podemos dar un paseo por Tuset y tomar unas “margaritas” en el Anahuac. ¿Vale?

—¿Te estás quedando conmigo? Perdona, pero te dije que me avisaras con tiempo. ¡Lo siento! Podemos cenar cualquier otro día, pero hoy me es imposible acompañarte. Me están esperando.

No quiero ni acordarme de la carita que puso, mimosa, insinuante, zalamera…

—Berto, me gustaría ser más prudente, pero soy como soy. Siempre hago las cosas mal. Yo soy así. Por favor, ven conmigo, es muy importante para mí.

—Ni lo sueñes. Esta tarde tengo un compromiso y estoy a punto de salir. He dado mi palabra y la palabra se cumple cueste lo que cueste.

¿Cómo iba a dejar a Roser plantada frente a la garita? Olga me miraba, se había pintado más la línea de los ojos y se le había ido la mano con el rímel. Estaba para comérsela, pero no le podía decir que sí. Ella, con los ojos entornados, me devolvía la mirada. Le di la espalda, hice ademán de continuar arreglándome como fingiendo no dedicarle ninguna atención y se me echó al cuello.

—¿Por qué no me haces caso? ¡Vente conmigo! Berto, por favor.

Estuvimos unos minutos con el tira y afloja hasta que ella se dio cuenta de que yo estaba dispuesto a ceder. Lágrimas quebrantan peñas ‑dice el refrán‑. Ni siquiera hizo falta que abriera la boca. Bajé la cabeza y ella, loca de alegría, se me colgó del cuello y se puso a saltar como una criatura. Yo creo que estaba convencida, desde el primer momento, de que acabaría por ceder. Aunque había estado un poco seco al principio, cambié de actitud, y para demostrarle que compartía su alegría, le di un par de cariñosas palmadas en el trasero. Se puso a bailar, tan contenta, sin dejar de besarme.

—Gracias, Berto, gracias, gracias…

Salí al pasillo, marqué el número de teléfono para decirle a Roser que me había surgido un imprevisto grave y, casi sin respirar, esperé la contestación. Tuve suerte: comunicaba. Por un momento dudé en volver a llamarla, pero después pensé que sería suficiente con decirle que había llamado un par de veces, que el teléfono comunicaba y que no pude esperar más tiempo. De perdidos al río y que fuera lo que Dios quisiera.

Debería haberme negado a acompañar a Olga; debería haber tenido la suficiente personalidad para no dejarme manipular por ella, y debería haber hecho algunas cosas que no hice. Pero cuando eres joven y estás loco por una chica, hay muchas cosas que deberías hacer, y que no haces. El hecho es que me lie la cabeza en la manta, me fui con Olga y pensé que ya encontraría una excusa para salir del apuro.

roan82@gmail.com

Deja una respuesta