Por Mariano Valcárcel González.
Yo vengo pasando por el mundo como de prestado.
Me explico. Siempre he tenido una subyacente sensación de contingencia enquistada, de falta de solidez definitiva. De que todo lo que me rodeaba, incluso a veces hasta yo mismo, era un mero accidente.
Unido a lo anterior y como primera consecuencia, tengo un parquísimo sentido de posesión; de que las cosas que están ahí, ahí están a mi disposición; que puedo hacer uso de las mismas sin tener que depender de nadie o pedirle permiso a alguien. Que hay cosas que son mías. Sí, lo tengo tan imbricado en mi ser que, a veces, renuncio a lo que tengo al alcance y que, supuestamente, está ahí por eso y para eso mismo; y lo hago conscientemente y aunque me apetezca. Mi pareja se pone de los nervios.
Creo que me influyen vivencias del pasado, tan escaso, tan recortado y tan fiscalizado mental y materialmente. Sí, seguro, las restricciones impuestas a caprichos (y no caprichos) y a los impulsos controlados (o incontrolados, pero deseos y pasiones) eran de dureza e inflexibilidad tales que el carácter se forjaba en esos yunques inevitables. No había lugar. Es por ello que todavía me da la sensación de que tengo que pedir permiso o justificar mis apetencias, hasta las mínimas.
Además de la doméstica, hubo otra influencia del pasado, irrenunciable, obtenida desde el nivel escolar; vamos, de lo vivido en los edificios y solares de la Safa. La educación, tantos años (en realidad todos) con esa impronta marcadísima de rezos, ejercicios espirituales, confesiones castradoras (sí, no nos escandalicemos) y ciertos mundos paralelos… Fuerte.
Tal vez por todo ello, como consecuencia y rebote, haya desarrollado esta tendencia anterior.
Otra consecuencia subsiguiente, paradójicamente, es un fuerte impulso a la independencia. Tal vez mi rechazo o prevención ante todo tipo de autoridad (todavía mayor, si esta autoridad procede de la miseria del peloteo o de una desacerbada autoestima) provenga de estos huertos infantiles. Todo cuestionado y todo en entredicho.
Debe también derivar, como lógica consecuencia, mi absoluto rechazo a la certeza. Bueno, desde luego que pueden existir cosas ciertas y de tal poder de evidencia que sean innegables; pero esas certezas y verdades son pocas. Y además ‑aunque se trate de forzar las situaciones, las circunstancias y las argumentaciones‑, es pura tramoya para mantener en pie los diversos teatrillos de la vida, desde los domésticos y cotidianos hasta los más armados y fastuosos que afectan incluso a las vidas de muchos humanos.
El llamado relativismo es el que ha supuesto el avance de parte de la humanidad. La parte que ha aceptado que se pueden cuestionar dogmas, normas, leyes y costumbres, vivencias y creencias, esa parte ha logrado desarrollar capacidades que el humano ya tenía, pero que todavía no había logrado ni entender ni poner en marcha. Y ejemplo tenemos de las situaciones contrarias.
Por ello, ser relativista no es ningún desdoro; muy al contrario. Lanzar el adjetivo como un insulto, o como germen de un nefando pecado (el de incredulidad) es cuanto menos que infantil, absurdo e injusto. O muy interesado esgrimirlo, si quien lo lanza es quien necesita a toda costa que la situación ya establecida (y controlada) no se le escape de las manos. Según se entienda el resultado del inmovilismo, o del mantenimiento de las verdades absolutas, hubiésemos quedado todavía en la tribu de Lucy, la primera homínida conocida.
Deduzco de estas reflexiones que debo ser bastante rarito, hombre cubierto y dominado por unos enormes traumas infantiles o juveniles, que todavía colean. Puede que sí. Certifico que, en mi juventud, las cosas no me fueron, emocionalmente hablando, muy fáciles. Cosa de aquellos hierros que me atenazaban. Todavía, pues, deben quedarme las marcas de las argollas.
No me engaño con lo de «Cualquier tiempo pasado fue mejor»;pero ante lo que se vivía y lo que se vive ahora, respecto a lo escrito antes, las comparaciones y los juicios pueden ser contradictorios. Dejar, como se ha dejado, que ya no haya freno a nada; que lo que se quiere y lo que se desea sea imperiosamente satisfecho y al instante; y que todo el mundo se crea con el derecho inalienable a ello (sin importar el esfuerzo o los méritos que se debieran tener para lograrlo), y todo en nombre del conocidísimo peligro a la adquisición de ciertos traumas perniciosos, es una aberración que ya estamos pagando bien cara. E incluso la prolongación de la dependencia vestida de incapacidad para adoptar decisiones y asumirlas con responsabilidad, siempre en la certeza de que habrá quienes la asuman por nosotros (o nos la justifiquen) es hoy moneda de cambio corriente. Las cadenas reales de antaño forjaban en la vida; las virtuales de hogaño ni siquiera sirven de adorno.