Dios ha venido al hombre

Presentado por Manuel Almagro Chinchilla.

Amigos lectores del libro “100 artículos, 50 años”, de Ramón Quesada Consuegra:

La edición de estos artículos se va haciendo por el mismo orden cronológico que viene en la obra. Por otra parte, el ritmo de aparición de ellos, en esta página, no puede estar sujeto a cadencia alguna, ya que el número de colaboraciones que se reciben en Redacción, de los distintos autores con los que tienen que alternarse, es impredecible. Por ello, se publican artículos de la mencionada obra, referidos a fiestas religiosas, que no coinciden con la fecha de la conmemoración, como en este caso, en el que la Navidad, tema del cual trata, ha quedado ya un poco lejana.

Es un tiempo este de la Navidad, repleto de intimidades entrañables que nos hacen evocar la niñez lejana y todo lo que conlleva esta edad en nosotros. Recordamos a nuestros padres con su inquietud propia de educarnos, abrimos el cauce de la vida, y a nuestros abuelos, con su venerable serenidad de afecto.

Dios ha nacido, en su Natividad. Pero la Navidad se nos va todos los años de las manos con la misma presteza que el vuelo del águila majestuosa; con la suavidad del copo de nieve puro; con la ligereza de los pétalos impalpables de las rosas, después de que el polen ha engendrado nueva vida que verá luz en primavera. Jesús se nos queda. Dios ha venido al hombre. Jesús ya no es nombre sobre todo nombre y ante el cual se inclinarán las rodillas. Y estará en el cielo, en la tierra, en los abismos, en los mares y en sus olas y en las almas de la humanidad. Nos sobrará tiempo, pues, para saborear su amor, el dulce néctar de su ternura y de su paz. Tendremos tiempo para alegrarnos y estremecernos perdiéndole. Su nombre llegará a los confines del mundo, a cada cosa y a cada corazón.

Según había anunciado el profeta Isaías, al hijo de María se le conocería por los nombres Admirable, Consejero, Dios, Fuerte, Padre de los tiempos nuevos y Príncipe de la Paz; conforme a san Agustín, Dios fue Dios desde el principio y Señor, es decir, nuestro Señor Jesucristo, coincidiendo con los apóstoles. Como nos dicen los textos de los libros de los Padres de la Iglesia, la fiesta de la Navidad tiene el interés del orbe desde la venida del Mesías y es tan objeto de tan respetuosas consideraciones que, con independencia de su significación católica con la glorificación del verdadero Dios, es celebrada en la mayor parte de los países civilizados. Se trata de escépticos profundos o de recelosos e indecisos; la Navidad y su significado conmueven a todas las almas sean cuales sean las convicciones de los hombres y los nombres de Dios. Nada se puede pensar con más dulzura y nada se puede oír más hermoso que el nombre de Jesús. Jesús es el nombre personal y propio del Hijo de Dios hecho hombre. Cristo es el nombre oficial de su dignidad mesiánica, es su oficio de Redentor. Jesús es más amable, más íntimo. Cristo más respetuoso, más triunfal. Para sus discípulos, su nombre sería incomparable: Jesucristo, recordando a san Agustín.

En estos días en que el mundo alaba y aclama al Niño de María, las mentes de los hombres están abiertas hacia Belén; fijas en el pesebre paupérrimo, miserable en la apacible tranquilidad de la noche, en la que se oye cantar a las gentes los villancicos que esparcen el amor con sus notas.

Iban cantando y al punto encontraron
unos pasajeros que les preguntaron
si para Belén hay mucho que andar.
Antes de las doce, a Belén llegar.

Reina la quietud sosegada de la esperanza cristiana con una oración depositada en el pequeño corazón que acaba de empezar a latir apenas hace nada. El Verbo, ya hecho Hombre, sobre las pajas de heno de los campos y los alientos de los anímales que lo abrigan, nos regala ya su sonrisa. Es Dios Niño con un trocito de cielo. Como una migaja caída de los festines celestiales de los ángeles. Humilde, muy humilde y, sin embargo, tan grande… Influjo tan innegable de la verdad evangélica depositada en las conciencias de aquellos que nos sentimos cristianos, dándosenos por ello el gran regalo de la gran maravilla: la Navidad del Hijo de Dios.

El ungido por su padre para ser rey de todas las naciones. Para ser el sacerdote que ofrecerá su propio cuerpo y sangre en un sacrificio que reconciliará al mundo con Dios, y para ser el profeta que dará a conocer a los hombres la magnífica verdad de que Dios los ama. «Heme aquí que vengo, para cumplir tu voluntad, Dios mío y Padre mío», dirá cuando la horda lo abata. La fiesta de la Navidad viene de los siglos y continuará en los siglos con toda su excelsa dimensión. Porque si fugaz nos parece, es profunda y eterna la huella de su aroma que impregna la tierra, inextinguible. Se irá igual que el águila aquella, como aquel copo de nieve, como ese pétalo de rosa generosa, pero siempre vendrá con su significado de amor y con su Nochebuena para ofrendar todos los años a los abuelos, a los padres y a los hijos la alegría de Dios. Y sonarán cada año los rebeldes, los caramillos y los panderos junto con los cálamos pastoriles, las zambombas y los almireces. Todo, como siempre, nos parecerá música celestial que nos hará niños cada vez y traerá a nuestros ojos la lágrima de los recuerdos y de la cancioncilla aquella…

Esta noche es Nochebuena
y no es noche de dormir,
que está la Virgen de parto
y a las doce ha de parir.

Navidad. Dichosa Navidad que, con su grandeza, conmueve todas las almas con un toque de alto el fuego, en los combates íntimos, librados entre los que refrendan la gustación mórbida del pecado, sin importarles la furia divina ofendida; y los que, de par en par el corazón, ven en el pesebre de Belén la razón de los profetas que presintieron al Salvador.

(24-12-1994)

 

almagromanuel@gmail.com

Deja una respuesta