Presentado por Manuel Almagro Chinchilla.
Con este artículo queda demostrada la estrecha amistad que a Ramón Quesada le unía con “Maese Gumer”. Cualquier pequeño acontecimiento era motivo más que de sobra para darse un pequeño homenaje. Y de homenajes hablaron en este encuentro, aunque en realidad uno fue el que habló y el otro más bien escuchó. ¿Dónde? En un típico mesón ubetense del que Ramón omite el nombre por aquello de la “publicidad gratuita”, pero que tiene todo el cariz de ser El Gabino. No hay nada mejor que un generoso refrigerio, regado con un codiciado caldo de la casa, para darle a la lengua sin reparos.
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El último sábado de abril, después de una copiosa comida en la que el único plato fue chuletas de cordero con romero y yerbabuena a la brasa, nos tomamos un café de malta con miel que estaba delicioso, gentileza de la casa. Fue en un figón abierto debajo de la muralla árabe, asentada sobre un macizo de roca, que le sirve además de techo al bar, especializado en esta clase de infusiones y porque la tasca que frecuentaba mi amigo maese Gumer, que por cierto servían unos caracoles de rechupete, estaba cerrada “por jubilación”. Y hago este preámbulo, porque el fígaro, que como sabemos para todo tiene una anécdota, mucho de chacota o una fruslería fidedigna de sus experiencias personales, me contó con incontenido humor de perros, apoyado en la barra y como epílogo a nuestro ágape, y más grave que un juez, que al llegarle la “inoportuna” jubilación, le ocurrió algo que no olvidará mientras viva y que merece encabezar la lista de todas sus desdichas, impresiones desagradables, desengaños en el trabajo y, lo que es peor, la insufrible opresión, la aversión de ver todos los días a los “chuparrastreros”, que no eran nada sin una reverencia al primer cliente adinerado que cruzaba la puerta de la barbería, expuestos a partirse el espinazo.
Pide mi amigo un copita de anís de “El Mico” y continúa la retahíla de sus pesares. Y me dice que durante los treinta años que perteneció a la asociación barberil, para obtener dos plazas para una “tournee” a la sierra con su mujer, con gastos a cuenta de la Asociación, a la que aportaba “religiosamente” todos los meses quinientas “cucas” desde la subida de 1978, había luchado como gato panza arriba durante diez años. Y para que la sociedad de rapabarbas le curara un catarro con fiebre, más de doce. Y todo ‑me cuenta con énfasis‑, porque los pensares del presidente y su camarilla de adeptos lo tenían por un bicho raro de no sé qué idealismos tontos, inexistentes, ni por asomo ciertos. Lo omitieron en todo; tan insolentes fueron que, en su impotencia, por la cabeza le pasó solicitar la baja de la Asociación y trabajar por libre. Mandarla al quinto pino, vamos.
Mientras escuchaba sus encendidas palabras, me vino a la memoria un dicho de Esquilo. Se refiere a que, la mayor parte de los hombres, falseando la verdad, quieren aparentar ser mejor. Claro que, este decir del padre de la tragedia griega no cuadra con mi amigo el fígaro, pues conocida su franqueza y seriedad desde hace tantísimos años, Esquilo y su proverbio se dan de bruces, se estrellan ante un muro de pureza de alma.
Maese Gumer observa mi asombro, ve algo de incredulidad reflejada en mi rostro. Me oprime el brazo con fuerza y me mira a los ojos con tal desespero ‑saña más bien‑, que vierte la copa que tengo en la mano sobre mi suéter de fular, para continuar narrándome sus avatares, que en verdad me intimidan. Me dice que la Asociación existe, que no es cuento y que es la que en 1964 constituyó el gremio de barberos con el nombre de “Instauradores Autónomos de Rapabarbas Asociados”. Y que esta, a los tres años de ser “su menda” emérito, se le ocurrió por fin homenajear a trece “desuellacaras” jubilados a partir de 1990, cuando, según reza en los estatutos en vigencia, el artículo quince contempla bien claro que este acto de gratitud de presidentes y compañeros de navajas debe celebrarse antes de los tres meses del cese y no después de los cuatro, si por circunstancia se demora.
Le respondo que tal vez todo se debió a una confusión, a una situación de precariedad económica, olvido u otros motivos que pudieron justificar el caso. Me indica que no, que todo es real, que en la Asociación la leche era mala y que todo fue a posta. Tan a cosa hecha, que inclusive la notificación del homenaje le había llegado por Paco Quero, uno de sus más estimados compañeros que le diría por el “canuto”:
—Que dicen los compañeros que te diga, que el día doce, a las dos y media, en el restaurante “El Yantar”, es tu homenaje de jubilación.
Al día siguiente, me explica maese Gumer que recibió una carta que no le gustó ni un pelo y con el mismo fin; muy fría, gélida, escrita sin interés, por cumplir más bien, sin calor y sin tratamiento sobre el texto. La invitación llegaba tarde, muy tarde y, por tanto, sin “actualidad”; olía a sustancia del cocido, a tocón de tres años. Por lo que, excusándose “finamente”, quedó como un caballero del medievo, asestando al mismo tiempo a la Asociación el desprecio de tantos años, previendo el ridículo del presidente y el de los tiralevitas que le doraban la píldora. Y precisó con un gesto significativo que la carta había ido a la papelera. Y que la “ocurrencia” del presidente le provocaba tanta risa cada vez que se acordaba, que tenía que sostenerse la barriga con las dos manos, para que no diese un estallido. No le agradaban los homenajes a destiempo; prefería estar ya hecho a la jerarquía de su mujer, pues le restaba preocupaciones de administración doméstica y le dejaba tiempo para jugar con sus dos gatitos, como un niño. Lo que más le agradaba: contaba con el derecho constitucional, democrático, de hacer lo que le diese la real gana; así como suena, así tan hermoso.
A las cuatro, salimos del mesón. En la puerta, nos despedimos con un abrazo. Él tiró hacia la Corredera y yo, con la cabeza como un bombo, cogí la calle Fontana hacia el barrio de los artesanos, sin dejar de pensar y eructando las chuletas.
(30-05-1994)