Por Mariano Valcárcel González.
Algunos colocan, en el “face”, fotos antiguas de Úbeda, más concretamente de ciertas personas de Úbeda. Son fotos que nos devuelven a los años más rocosos de la dictadura franquista. No dudo que quienes esto hacen, lo hacen con la única intencionalidad del recuerdo simple de aquellas procesiones y de aquellas personas que en las mismas se ven… Pero…
Son fotos que avivan el recuerdo y que confirman la historia.
Sí, fotos que están ahí para reafirmar que existieron esos años de plomo. Y la existencia de quienes, en el franquismo, vivían cómodamente, sintiéndose bien dentro del sistema; que podían ser más o menos afines, más o menos fanáticos, más o menos fascistas; pero que ahí estaban, ufanos y prepotentes, presidiendo como “autoridades” las diversas procesiones de Semana Santa. Y que eran los únicos autorizados para ejercer dicho cargo.
Ahí estaban. Negarlo ahora y negar sus circunstancias es indecente. Porque es adulterar, si no un intento total de cambiar la historia. Que es lo que se ha llevado en todo este tiempo de la llamada “Transición”. Unos dijeron que nunca estuvieron allí (ni ellos ni sus ancestros); otros, que estuvieron porque no tenían más remedio (lo que pudo ser cierto en algunos casos) o que no había otra cosa; otros lo admitieron, pero renegaron de su militancia o pertenencia. Claro que también quedaron quienes nunca renunciaron a sus ideas o a sus orígenes.
Lo que me admira es el vigor que esta rancia historia vivida tiene. Tal que se vuelve y se revuelve a la misma como si no hubiese ni otra, ni posibilidad de superarla de una vez y para siempre. Y que el enfrentamiento asimétrico se sigue produciendo. Y digo asimétrico, porque el poder sigue perteneciendo, en su mayor parte, a los que siempre lo detentaron, a las oligarquías dominantes, ahora continuadas por sus herederos.
Pienso, cosa ya expresada anteriormente, que en esta nuestra España nunca se produjo, porque verdaderamente ni se intentó, pues la intención era la contraria: la superación de las discrepancias y la integración de las diferencias. No, el programa de los vencedores siempre fue el de perpetuar la victoria radicalmente absoluta sobre los vencidos. Y eso se recordaba un día sí y otro también; y esas procesiones con esas personas presidiéndolas, tan pagados de sí mismos, eran una forma más de reafirmación. Nunca se llevó a cabo la reconciliación nacional, ni existió olvido ni perdón. Una terrible prueba de lo que afirmo es la actitud cerrada y obstructiva respecto a la llamada “Memoria histórica”; en principio un simple intento, justo intento, de recuperar y dar luz a los casos de tantas personas borradas física y documentalmente de la historia de España. Que, en los años de la dictadura, esto fuese así no justifica (salvo que se pretenda seguir como en esos años) el que ahora se perpetúe la situación. Hay una prueba actual muy clara de lo que escribo: se hace un esfuerzo institucional para repatriar cadáveres de soldados de la División Azul; pero no se facilitan los procesos de búsqueda y exhumación de tanto muerto (republicano o no) tirado en fosas comunes, cunetas o pozos. De las dos Españas, una ha de seguir oculta como si nunca hubiese existido.
Lo anterior lleva, en un intento demencial de compensación, a la actitud contraria (o lo mismo, pero al revés): a alterar y manipular la historia en beneficio del ideal no existente, sino inventado. La otra España trata, como reacción, de revocar sus propias acciones y sus propias existencias, que difieran de esa invención feliz. Así que todo lo controvertido, todo lo negativo, todo lo malo que impregna lo que sucedió (o que se hizo suceder), aunque históricamente tenga evidencias palmarias, es o propaganda o invento del enemigo. Y no hubo malos en el bando vencido, como sin duda nunca los hubo en el de los vencedores.
Siguen los propios problemas nunca superados, como consecuencia de tantos años de mutua exclusión. Sobre esta base, puede sernos imposible progresar políticamente y tampoco socialmente. El fracaso de la “Transición” no es, ni más ni menos, que el no haber superado esa ruptura histórica por mucho que se haya dicho y escrito en contrario. Ahora vemos enconarse, agudizarse, esta problemática no sólo en esa pertinaz negativa de la derecha a reconocer el sufrimiento de la masacrada izquierda, sino en el regreso a actitudes y a leyes que persiguen perpetuar el dominio, como dije, asimétrico, de los poderes fácticos tradicionales.
Los herederos naturales del franquismo, por mucho que lo nieguen, actúan según siempre aprendieron, mamándolo en su propio seno, y no pueden (¿ni quieren?) desprenderse de esa capa pesada que los envuelve. Como muchos de ellos ‑y por consecuencia natural‑ detentan la mayoría de los cargos y puestos en las estructuras estatales y administrativas, pues el resultado es la ralentización, si no el freno, de todo lo que fluya en el sentido de la renovación; el cambio o la superación de la fractura social y política nacional. Son cuestiones tan evidentes que negarlas solo lo son por esa costumbre inveterada de la negación y el ocultamiento.
Ante esto no caben componendas, ni reestructuraciones, pues lo que hay es inmutable. Por ello, se niegan a modificar la Constitución, por muchos signos de decrepitud que anuncie y por muy evidente que sea necesaria la reforma. Les sirve así, queda demostrado, y no es necesario afeite alguno. Y mientras unos dicen «No», otros dicen «Todo». Unos «No menealla» y los otros pasarse del «Sólo enmendalla». Y mientras, pues ‑a lo peor, de camino‑, algunos (que también los hay) prefieran que se pudra todo y, en el trasiego atroz del desastre, intentar plantar sus picas y banderas.
Y, oiga, es que no estamos para eso.